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Red de redes
Columna
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El precio de deshumanizar a los inmigrantes

Las imágenes virales de unos bañistas en una playa en Granada reduciendo a unos jóvenes marroquíes recuerdan que la empatía siempre es una construcción política y social

Miembros de Cruz Roja atienden a varios de los nueve inmigrantes de origen marroquí, entre ellos un menor, que habían llegado este domingo a la playa del Sotillo en Gualchos, Castell de Ferro (Granada).
Carla Mascia

Llevaba muy poco tiempo en España y era la primera vez que ponía un pie en un tribunal. Una profesora de la Escuela de Periodismo de este diario nos había enviado a un juzgado de lo penal en Madrid para que aprendiéramos a escribir crónicas judiciales. Recuerdo estar sentada en una sala donde un grupo de manteros senegaleses esperaba, junto a un abogado, su turno para entrar. Entonces, un hombre corpulento, acompañado de una mujer, pasó a mi lado. Alcancé a oír algo parecido a “el juicio de los negritos se va a demorar”. Se me heló la sangre. Acababa de llegar de Francia, donde solo se escucha ese tipo de lenguaje en boca de los votantes más radicales de Marine Le Pen o Éric Zemmour. Pero no estaba en la barra de un bar ni en un mitin de Vox, sino —nada menos— que en una institución judicial. Poco después me percaté de que, para colmo, ese hombre era el juez que iba a instruir el caso de esos chicos. Desgraciadamente, el juicio se aplazó, me fui a otra sala y no supe más. Salí del tribunal bastante turbada, preguntándome cómo alguien capaz de esencializar a un colectivo y deshumanizarlo, disfrazando su racismo ordinario de seudopaternalismo, estaría en condiciones de emitir un juicio justo. ¿Cuánta empatía podría movilizar ese hombre ante personas que, por lo visto, ni siquiera consideraba sus semejantes?

Esta semana, las imágenes virales de unos bañistas de la playa de Castell de Ferro, en la provincia de Granada, reduciendo a unos jóvenes marroquíes después de que estos desembarcaran de una lancha, me devolvió a ese recuerdo y al concepto de empatía. ¿Qué lleva a una persona, por muy intoxicada que esté por el discurso de odio de la extrema derecha, a levantarse de su toalla y ponerse a cazar a otros seres humanos que lo acaban de arriesgar todo? ¿Cuánto respaldo social creyeron tener esos hombres para, sin ser fuerzas del orden ni Kristi Noem —la artífice de las redadas antiinmigrantes en Estados Unidos—, cometer semejante acto a plena luz del día y ante todos? La conexión entre estos hechos y la cacería organizada a través de las redes por la ultraderecha en Torre Pacheco hace unas semanas es evidente. Donde existe la deshumanización, no hay empatía posible. Lo vemos nítidamente en Gaza.

La empatía, nos dice la neurocientífica franco-libanesa Samah Karaki en el ensayo La empatía es política. Como las normas moldean la biología de los sentimientos, es siempre el fruto de una construcción política y social que jerarquiza las existencias. Esta se cimenta sobre “marcos mediáticos, literarios, cinematográficos y una serie de normas discursivas, culturales e institucionales que condicionan las elecciones morales de los individuos”. En Reino Unido, el discurso que deshumaniza a los inmigrantes ha permeado tanto en la sociedad que la cadena Channel 4 emitió el pasado febrero un programa de telerrealidad bautizado Come back to where you came from (Vuelve al lugar de donde viniste) en el que seis ciudadanos británicos, algunos abiertamente racistas y otros no, eran enviados a Siria o Somalia para meterse en la piel de esos inmigrantes que tanto les estorban. Las pretendidas veleidades educativas de un show en el que los candidatos eran libres de soltar prejuicios y comentarios xenófobos con total naturalidady del que salieron tan racistas como entraron― solo demuestra la quiebra moral de la sociedad. Por muchas críticas que levantó el programa, alguien en un despacho pensó que eso era emitible y que convertir a los inmigrantes en objetos de diversión televisiva no era indigno.

Para deshumanizar a las personas que dejan sus países por pura necesidad no hace falta irse a los extremos de los campos de migrantes en Albania de Meloni ―y que tanto gustan a Ursula Von der Leyen― o al coqueteo cada vez más desacomplejado de la derecha española con la islamofobia más primaria, como en Jumilla. Legitimar la presencia de este colectivo en los discursos políticos invocando casi exclusivamente su contribución a la economía ―esa típica cantinela de “necesitamos a los inmigrantes porque pagan nuestras pensiones y cuidan de nuestros mayores”― es otra forma, aunque mucho más suave y disfrazada, de objetivar a las personas. De reducirlas a una herramienta, negándoles su condición de semejantes. ¿De verdad ese es el único argumento que la izquierda puede oponer a la retórica ultra?

Necesitaría miles de columnas para contar todo lo que la inmigración ha traído de positivo a mi país, Francia, ya solo sea en materia de riqueza cultural. La literatura, la música, el humor, el cine, la gastronomía, las ciencias sociales, e incluso el propio idioma francés no sería el mismo sin las aportaciones de todas esas personas que un día tuvieron que abandonar su tierra. Articular desde las instituciones públicas un discurso positivo sobre la inmigración que rompa esa jerarquización de las vidas humanas no debería ser tan difícil. Solo así puede brotar un poco de empatía, incluso en el corazón más facha.

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Sobre la firma

Carla Mascia
Periodista franco-italiana, es editora en la sección de Opinión, donde se encarga de los contenidos digitales y escribe en 'Anatomía de Twitter'. Es licenciada en Estudios Europeos y en Ciencias Políticas por la Sorbona y cursó el Máster de Periodismo de EL PAÍS. Antes de llegar al diario trabajó como asesora en comunicación política en Francia.
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