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Columna
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Opiniones migrantes

La xenofobia no se activa en una sociedad espontáneamente, sino por la palabra y obra de sus políticos

La alcaldesa de Jumilla, Seve González, del PP, durante el pleno del pasado viernes.
Víctor Lapuente

Vox está en el monte y el PP en Babia. Hace un año, Vox abandonó los gobiernos autonómicos y se lanzó a la política (todavía más) radical. Y le ha sentado bien. Casi dobla sus estimaciones de escaños en las encuestas, acercándose a los 50 diputados, y es el primer partido entre los jóvenes. Y los no tan jóvenes. Activar el miedo a la inmigración le ha funcionado, incluso con el partido inmerso en un estado de purgas continuas y en un mundo donde crece el rechazo a las políticas arancelarias de su padre político, Trump, que dañan de lleno a muchos votantes de Vox.

Lo que resulta un misterio es el seguidismo del PP. Es tentador para los partidos conservadores ofrecer una versión diluida de las propuestas antiinmigración de la ultraderecha, pero toda la evidencia disponible señala que eso es cavarse la tumba política. Como muestran los politólogos Antonia May y Christian Czymara, lo que consiguen los partidos tradicionales que intentan recuperar el apoyo de los votantes más nacionalistas con un discurso antiinmigración light es que la identidad nacional excluyente se coloque en el centro de la arena pública. Y, según las encuestas, desgraciadamente esta actitud intolerante, aunque sea de forma larvada, podría llegar a ser compartida por la mitad de la ciudadanía europea. Con lo que el beneficio para los populistas de derechas es mayúsculo. También el perjuicio para los demás y para las derechas (en teoría) no populistas.

La xenofobia no se activa en una sociedad espontáneamente, sino por la palabra y obra de sus políticos. Y la buena noticia para España es, o era, que somos uno de los países europeos con un menor discurso excluyente entre las élites políticas. Desde 1990 (cuando ya tenemos datos comparados disponibles) hasta ahora, la política española se ha mantenido establemente limpia de discursos xenófobos, a diferencia de los picos que hemos visto en Alemania o Dinamarca y del ascenso sostenido de las retóricas de rechazo al extranjero de Países Bajos o Suecia, por no hablar de la Hungría de Orbán.

El ambiente está cambiando, como atestiguan Torre Pacheco y Jumilla este verano. Aun así, no estamos condenados a seguir la senda europea, porque nuestro país tiene un nivel de tolerancia hacia el diferente casi única en el mundo ―fruto quizás de nuestra “flexibilidad cultural”, de que estamos a medio camino entre el individualismo de los países del Norte y el colectivismo del Sur Global―. Somos una nación interlocutora por definición. Ojalá no lo perdamos por un puñado de votos.

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