La letra menuda de Europa
Francia recurre al toque de queda para lidiar con unos menores que recurren a la violencia al no encontrar su sitio en el sistema


Muchos de los detenidos tras los altercados nocturnos que se produjeron en Francia tras la celebración de la fiesta nacional del 14 de julio eran menores. La violencia no ha cesado, y los disturbios se prolongaron sobre todo en distintos lugares del sur: quema de coches, enfrentamientos con la policía. Lo contaba el domingo en este diario Raquel Villaécija en un reportaje significativamente titulado “Francia extiende el toque de queda a menores para prevenir disturbios y guerrillas urbanas“. Resulta que el problema son unos muchachos que tienen entre 13 y 17 años y a los que hay que mantener encerrados en casa entre las 22.00 o las 23.00 horas hasta las seis de la mañana. Ciudades como Nîmes, Béziers, Compiègne o Limoges, en distintas zonas del país, y municipios de la región parisina como Villecresnes, Vitry, Triel y Saint-Ouen son algunos de los lugares que han adoptado la medida.
Uno de los Estados más poderosos de Europa quiere mantener recluidos a toda costa por las noches a unos chavales a los que cataloga como “desempleados, vinculados al narcotráfico, sin referentes y unidos en su odio a Francia y a la autoridad”, en palabras del ministro del Interior, Bruno Retailleau. Ha calificado los desmanes como “guerrillas urbanas”, y la cosa no es reciente, viene ya de lejos. No es más que una nota al margen, la letra menuda en la que nadie repara —salvo que le toque cerca— y que da la medida de los desbarajustes internos que padecen muchos países europeos y que resultan reveladores. Resulta que algunos entre los más jóvenes se han revuelto y han estallado tirando de descaro, furia y violencia para enfrentarse a un sistema en el que no terminan de encontrar su sitio.
Es algo menor si se tiene en cuenta la envergadura de los problemas en los que está metida la Unión Europea en estos momentos. Hace un par de semanas la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, procuró disfrazar como un logro la triste concesión que le hizo a los Estados Unidos de Donald Trump: firmar un acuerdo comercial en el que, sin obtener nada a cambio, aceptaba unos aranceles del 15% a las exportaciones europeas. Quizá no sea nada más que un signo de prudencia y el reconocimiento implícito de las profundas debilidades del Viejo Continente. A Trump se lo podría pintar como un enorme león que está sesteando mientras sus zarpas juegan con los Veintisiete, dándoles golpecitos por aquí y por allá para aturdirlos. Mientras tanto mueve la cola y aplasta a otros rivales más débiles. Así es el nuevo orden en el que manda el más fuerte.
Y en el que Europa va dando tumbos, como si empezara a formar parte del pasado, incapaz de hacer oír su voz, postergada, arrumbada a un rincón en un mundo en el que se están batiendo otros actores. Esa voz de los valores europeos es la que hoy suena afónica —a propósito de Gaza, de Ucrania—, como si no consiguiera ya expresarse tras haber descubierto que no tiene fuerza, que no supo invertir en su seguridad y defensa, y que fue incapaz de batirse en la batalla por la construcción y dominio de las tecnologías que hoy mueven las cosas y en las que sigue dependiendo de los demás. Cuando el enorme león los sacude en una más de sus jugarretas caprichosas, los países europeos levantan el dedo índice para reconvenirlo con la exhibición de su superioridad moral. ¿Pero qué valor tiene esa superioridad cuando, y ahí sí importa la letra menuda, ni siquiera Francia consigue tratar con sus chavales más díscolos e intenta encerrarlos por las noches en sus casas?
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