Vuelve el Antiguo Régimen
Los discursos sobre la desigualdad apenas edulcoran la certeza brutal de que cada día más ciudadanos tienen muy limitados sus derechos


Aciertan los historiadores cuando nos censuran por comparar el mundo de hoy con el ascenso de los fascismos históricos de la década de 1930. No porque la comparación sea un síntoma de presentismo, el peor de los vicios para un historiador, sino porque estos años que vivimos evocan más el Antiguo Régimen, con sus pelucas empolvadas, sus dorados versallescos, sus chateaux del Loira y sus despotismos a veces ilustrados, aunque siempre despóticos.
Los fascismos europeos, descontando algún delirio de Mussolini y el capricho de la Kehlsteinhaus de Hitler, fueron austeros incluso en su megalomanía monumental. Tendían al igualitarismo por el uniforme, y su gusto por el gigantismo era de inspiración militar, refractario al lujo y al placer. Las avenidas de la arquitectura nazi y fascista estaban hechas para el desfile, no para el paseo. Por lo demás, ya se sabe que Hitler era vegetariano y que Franco cenaba tortillitas francesas (aunque las orgías de Stalin compensaban estas modestias domésticas). Los tiranos de hoy no son frugales. Se parecen mucho más a la corte de Luis XVI, desparramados y horteras.
Lo vimos en la boda de Jeff Bezos, que se alquiló Venecia entera, y por un poco más, casi se la compra. Los ultrarricos que aúpan a los villanos de hoy —o que los miran con simpatía o, como poco, con indiferencia calculada— forman una aristocracia capaz de someter la libertad de muchos Estados y de conformar el mundo a su capricho. Elon Musk, paradigma de la nueva casta, parece escapado de una novela del marqués de Sade o de una distopía tecnototalitaria de Jodorovsky. Sus modos no se distinguen de los de un señor feudal con derechos absolutos sobre los siervos. Desprecian la noción del bien común y las virtudes republicanas más elementales. Borrachos de poder, solo tienen fe en sí mismos y en su voluntad. Si las elecciones no les permitieran controlar gobiernos, y sus fortunas no avalasen sus delirios, un juez los inhabilitaría y los internaría en una institución adecuada. Pero, como los nobles en Versalles, han aprendido que su capricho es ley. Además, la parte del pueblo que en otras épocas montaba guillotinas en la plaza de la Concordia les jalea y amenaza con cortar la cabeza de los demócratas, señalados como elitistas progres.
La involución va mucho más allá del porcentaje de voto que puedan arañar los partidos ultras en Europa, tanto si les da para gobernar o solo para incordiar. También rebasa los crímenes y razias que pueda cometer Trump en lo que ya difícilmente puede percibirse como una democracia. Incluso supera el genocidio sobre los palestinos en Gaza o la invasión de Ucrania. El cambio es profundo, de estructura, aunque tal vez no sea aún irreversible. Pero ya ha sucedido. Hemos dejado de vivir en un mundo de valores republicanos de igualdad, libertad y fraternidad. Quizá podamos recuperarlos, pero los demócratas, de momento, vamos perdiendo en esta guerra.
Cualquiera puede verlo en su vida cotidiana, y millones lo sufren de manera trágica. Que los centros de las capitales europeas sean guetos de millonarios (sic), a los que solo les faltan un foso con cocodrilos y unas murallas, es la manifestación más general y clara del nuevo sistema de castas que rige. El principio de igualdad —que siempre fue un ideal irrealizable, pero se expresaba como horizonte hacia el que debía marchar una sociedad democrática— está catastróficamente roto. Los discursos sobre la desigualdad de los científicos sociales apenas edulcoran la certeza brutal de que cada día aumentan los ciudadanos que no pueden ejercer de tales porque sus derechos están muy limitados. Su derecho a la sanidad, a la educación, a recibir información veraz, a la vivienda, al trabajo digno e incluso a la representación política están seriamente degradados o imposibilitados. Las medidas sociales de gobiernos progresistas actúan a veces como paliativos, casi siempre insuficientes. Eso los convierte en ciudadanos de segunda clase, en una casta sin poder.
Más grave es la situación de los inmigrantes, verdaderos metecos de esta nueva Atenas que estamos construyendo. Desposeídos de la ciudadanía, trabajan en un régimen casi esclavista para una sociedad en la que no pueden participar de ninguna manera. Son masas invisibles que mantienen todo en funcionamiento, como los antiguos esclavos, sin que nadie repare en ellos más que como argumentos para el odio racial. Los poquísimos casos de éxito que contradicen esta norma se usan para obviar esta realidad y fingir que las democracias europeas aún son ese sueño integrador y ecuménico que un paseo distraído por cualquier ciudad desmiente. Basta ver quién friega las oficinas y quién se sienta en los escritorios para entender el sistema de castas.
No es ciudadano quien no gobierna su destino o una parte importante de él. Campesinos asfixiados a quienes les imponen el precio de sus productos, jóvenes multiempleados que no pueden vivir solos o mujeres maltratadas que no pueden denunciar ni divorciarse porque caerían en la miseria más rotunda son ejemplos que cuestionan la retórica de la democracia. Podrán votar, pero la democracia plena, entendida como conversación entre iguales, es para ellos algo que sucede muy lejos. Tampoco participan de la democracia quienes no leen jamás un periódico y viven sometidos al capricho del algoritmo de TikTok o de Instagram. Excluirse de la discusión política es también una manera de desposeerse de la ciudadanía y convertirse en plebeyo. Aturdido y feliz, pero políticamente desarmado.
Entre los ricos que han ocupado los barrios nobles —que por algo se llaman así—, cunde una idea patrimonial del espacio público que muchas administraciones avalan. Es ejemplar el caso de Madrid, turistificada y privatizada. El urbanismo de este nuevo antiguo régimen beneficia a quien puede pagar la cuenta de un buen restaurante y castiga al jubilado que quiere sentarse en un banco a la sombra o al niño que quiere ir a unos columpios. La concepción democrática del espacio público que regía los Estados de bienestar beneficiaba a ambos, permitiendo una igualdad social que trascendía la desigualdad económica. Pero ahora el rico ya no quiere que los jubilados y los niños le estropeen la plaza, e impone peajes y aduanas para expulsarlos.
Parece una nadería, pero el antiguo régimen empezó a levantarse en las urbanizaciones del extrarradio, en lo que Jorge Dioni llamó la España de las piscinas, y siguió con los ayuntamientos que suprimían las fuentes públicas y daban licencias de terrazas en vez de ampliar los jardines. De aquellas minucias viene la boda de Jeff Bezos, que recupera la Venecia de los duces, tan serenísima como elitista.
El fascismo antiguo nació de un impulso igualitario y se hizo popular precisamente en los barrios obreros donde había calado el ideal socialdemócrata: querían sociedades homogéneas, la felicidad de fundirse en una masa nacional (pese a la paradoja de estar guiados por jefes carismáticos). Las nuevas tiranías se alimentan también del rencor de los nadie, pero nacen del lujo y de una idea patrimonial del mundo, y solo podrá oponerse a ellas una fuerza que se tome en serio la igualdad y la democracia como espacio público para todos. Esa es la razón por la que Trump opera como un rey del siglo XVIII: nadie cree ya en esa igualdad. Nos urge recuperar esa fe y movilizar a quienes la compartimos. Sin ella, pronto seremos siervos de estos nuevos señores.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma

Más información
Archivado En
- Opinión
- Democracia
- Ideologías
- Estado de Derecho
- Estado bienestar
- Estados Unidos
- Donald Trump
- Grandes tecnológicas
- Inmigración
- Inmigración irregular
- Migrantes
- Inmigrantes
- Economía
- Derechos humanos
- Política
- Jeff Bezos
- Nazismo
- Fascismo
- Extrema derecha
- Ultraderecha
- Historia
- Historia contemporánea
- Historia moderna
- Siglo XVIII
- Siglo XX
- Elon Musk