¿De verdad Madrid tiene éxito?
Más allá de visiones triunfalistas, la capital es un pequeño infierno cotidiano para muchos de sus vecinos, entre los que cunde la incertidumbre y el desánimo ante una ciudad que exprime y expulsa sin piedad


Madrid es un escombro fluorescente, una chatarra que funciona, un palacio de cristal, el azote de los pobres, la eterna wanabee hambrienta de relato, siempre obsesionada por ser cualquier cosa que no se parezca demasiado a ella misma. La patria de Mario Vaquerizo. Madrid no quiere ser Madrid y, en eso, tiene éxito: cada vez se le parece menos.
Ha cambiado mucho desde principios del siglo XXI, cuando yo llegué a Madrid y Madrid era lo que uno se esperaba. Una ciudad de camareros y vecinos, de comercios y baretos, de estudiantes, una ciudad con historia y sabor propio. Una ciudad, un poco cutre, de gente que venía a comerse el mundo y acababa comiendo en la mesa de al lado del que sí se come el mundo. La cosa más moderna que pasó en Madrid, se empeñan en recalcar nuestras autoridades, pasó hace cuatro décadas. Ahora quieren ponerle una gran noria, a ver si nos quitamos el complejo.
Madrid, a estas alturas, no es lo que se espera, sino lo que otros esperan de ella. Los que la ven como un huerto del que obtener el lucro máximo. La tarta de la que todos quieren trincar la mejor parte. Hubo un tiempo, por ejemplo, en el que el turismo dignificaba la ciudad y no la carcomía. Pero ahora, pobre Madrid, todos se la quieren comer hasta dejar solo los huesos.
Un par de libros triunfalistas (de Luke Stegemann y de Fernando Caballero) elogian Madrid, su historia, su efervescencia actual y su proyección futura, y describen la ciudad como un éxito, o como un potencial éxito. La cosa irá por barrios. Se trata aquí de ese Madrid que quiere ser ciudad global, una de esas que, según definió Saskia Sassen, son nodos en los flujos del planeta (los de capital, de información, los de personas), urbes que aspiran a ser cabeza de león.
Aquí se quiere partir la pana: dice Caballero que Madrid debe crecer hasta los 10 millones de habitantes, ser una gran metrópolis policéntrica, competir con Londres o Miami (ser Madrid un poco menos, y más ser otra cosa).
Estas narrativas hablan de Madrid como si la ciudad fuera un fin en sí mismo: una competidora en el mercado de las ciudades globales, una luchadora en la batalla de los relatos urbanos, una entidad metafísica y suprasensible. Una ciudad-monstruo cuyos intereses (crecer mucho, molar mucho) estuvieran completamente disociados de los intereses de quienes vivimos en ella. Una entelequia.

Es la ciudad-producto, la ciudad-mercancía que describe Jorge Dioni, más preocupada por brillar hacia fuera que por cumplir hacia dentro, obsesionada por albergar grandes eventos con vistosos nombres en inglés, para la galería. Una querencia por el aplauso foráneo y un descuido de lo doméstico que en esta columna venimos llamando cosmopaletismo madrileño, tan tradicional ya como el cocido. Madrid, ciudad-influencer.
Pero, ¿para qué sirve una ciudad?
Para muchos vecinos, Madrid no es una ficción futurista de grandes autopistas y rascacielos de cristal, sino un pequeño infierno cotidiano en el que cunde la incertidumbre y el desánimo. Porque Madrid es una ciudad que exprime y que expulsa: aquí el Gran Reemplazo es de pobres y vecinos por ricos y turistas.
En Madrid es muy difícil encontrar lo más básico para la vida, un lugar donde radicarla: el pisito. Cada vez zonas más amplias son esquilmadas por el monocultivo de la industria turística sin que los gobiernos conservadores hagan nada por conservar una ciudad cada vez más insulsa y homogénea: el alcalde Almeida está más preocupado por multar el exceso de aforo en el bar de un expolítico que de poner orden en la ciudad sin ley de los ¡15.000! pisos turísticos piratas.
Se construye mucho en las afueras para dejar hueco en el centro a los turistas: la destrucción de la urbe en una explosiva mezcla de parque temático, centro comercial y resort vacacional. A Trump le encantaría. Los servicios públicos son abandonados, faltan escuelitas para 10.000 niños (pobres niños madrileños) y se pone en un brete a la universidad.
Proliferan los vertederos espontáneos al lado de las crecientes personas sin hogar (esas que viven directamente en Madrid, sin techos ni paredes) y ya me hablan de gente que trata de vivir en los trasteros. La ciudad, en fin, permanece en el ranking de las más desiguales de Europa.
Mientras tanto, muchos se frotan las manos sobre la caliente hoguera de Madrid. Cuando les hablen de éxito, háganse las mismas preguntas que cuando les hablen de libertad. ¿Para quién? ¿Para qué?
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