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Tribuna
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Carles Puigdemont: un mito popular que no se acaba, un político algo acabado

Un año después de su espectáculo en Barcelona, la evolución política del ‘expresident’ muestra que ha cambiado la épica por la mera supervivencia

Carles Puigdemont, acompañado de líderes de Junts, durante su fugaz aparición en Barcelona el 8 de agosto de 2024.

Un año después de su fugaz regreso a Barcelona, sigo compartiendo con Carles Puigdemont las mismas ideas políticas: ni él ni yo estamos dispuestos a pasar un solo segundo en la cárcel por Cataluña. Cierto es que, tras esa visita relámpago, intentó hacer pasar por desobediencia civil lo que no dejaba de ser una gamberrada colosal y una humillación a gran escala a los Mossos d’Esquadra. La noble idea de la desobediencia civil exigía ser arrestado. La huida era, en cambio, la negación de la desobediencia civil. Puigdemont siempre ha vivido muy cómodo en el caos político y en la confusión. Y su público, decreciente pero fiel, le sigue comprando sus farsas.

Hay mitos políticos catalanes como Lluís Companys, Enric Prat de la Riba o Jordi Pujol. Uno puede tener mala opinión política de ellos, como yo mismo la tengo acerca de los patriotas de cualquier latitud, pero es difícil no reconocerles que se creyeron sus ideas hasta el final. Luego hay mitos populares catalanes como El Vaquilla, Pep Guardiola o el gran humorista Eugenio. Por un tiempo, pareció que, tras vulnerar los derechos de más de la mitad de los catalanes y declarar unilateralmente la independencia, Puigdemont pudo pertenecer a la estirpe de los primeros. Pero le pudo su innata pillería y acabó siendo, como los quinquis célebres, los futbolistas o los humoristas, un ángel posmoderno más. Y es que lo ocurrido en el último año tras su fingido veni, vidi, vici de agosto de 2024 no ha hecho sino reforzar su estatus de mito popular a la par que lo relegaba a un papel político secundario o terciario. Sí, ya sé que sostiene el gobierno de Pedro Sánchez. Pero es como ver la transfusión de sangre de un moribundo a otro en el momento inmediatamente anterior a quedarse exangüe.

Hagamos balance del último año de Puigdemont. El órgano que creó como una especie de Generalitat en Bélgica, denominado Consell de la República, se desmoronó en medio de luchas fratricidas por parcelas subatómicas de poder. Puigdemont tal vez intuyó el percal que se venía y, una vez más, huyó: se borró del Consell en noviembre de 2024. Y es que ya es grave tener que trabajar, pero si además hay que hacerlo en medio de rumores de irregularidades y con un nivel de decadencia propio del final de La caída de los dioses de Visconti, ya no hay quien lo aguante.

En febrero de 2025 boicoteó a última hora una moción de censura contra la alcaldesa de Ripoll y líder en auge de Aliança Catalana porque intuyó —siempre intuye bien, como todos los pillos— que hacerlo terminaría perjudicando electoralmente a Junts. A lo máximo a lo que aspira en estos momentos Junts es a no pasar de segunda a tercera fuerza parlamentaria. En otras palabras, Puigdemont está en modo supervivencia: cero épica política.

A esto se le ha sumado el hecho de que Puigdemont es materia contaminada para el PP ahora, pero quién sabe qué ocurrirá el año 2027. O en 2028. Todo indica que Alberto Núñez Feijóo preferiría gobernar con apoyos parlamentarios de Junts que ser presidente de un gobierno de coalición con Vox. Difícilmente la aritmética electoral variará mucho para el PP cuando haya elecciones generales. Pero Feijóo parece creer, de forma un poco fantasiosa, que el desgaste de la rehabilitación de Puigdemont ya lo ha metabolizado el PSOE y que, en un par de años, podrá vender a los suyos que Puigdemont es un Pujol sobrevenido con el que se puede pactar puntualmente. Pero Pujol y Puigdemont se parecen poco. La gran diferencia es que mientras Pujol era leal a sus pactos aunque lo perjudicaran individualmente (el llamado pacto del Majestic con el PP, en 1996, dañó para siempre su figura en el seno del nacionalismo catalán), Puigdemont solo pacta para dar prioridad a su más preciada lealtad: su propio beneficio individual. Por eso Pujol es un mito político y Puigdemont es solo un pillo; por eso Pujol creía —equivocada pero genuinamente, pero esta ya es otra historia— que fortalecer su idea de Cataluña era fortalecer España y, en cambio, Puigdemont es incapaz de construir nada que perdure, y es que si Junts pervive como partido será gracias a la labor de Jordi Turull; por eso, en fin, Pujol pasó un par de años en la cárcel por Cataluña y por eso Puigdemont está dispuesto a pasar un total de cero segundos en la cárcel por Cataluña.

Carles Puigdemont no fue nunca un político de grandes ambiciones. Solo fue un político de su época, alguien que podía dejar de convocar unas elecciones porque Gabriel Rufián, otro pillo natural, hacía su enésimo tuit de extorsión. Qué tiempos aquellos en que se vulneraban derechos por miedo a lo que dijera una banda de histéricos en Twitter. Con su regreso a Barcelona en agosto de 2024, Puigdemont no solo se convirtió en un mito popular, sino que intentó resucitar un tiempo en que Twitter gobernaba Cataluña. El año transcurrido desde entonces demuestra que aquellos tiempos solo son, en efecto, aquellos tiempos.

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