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TRIBUNA
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Palmeros y muñecos rotos en política

Lo que debería soliviantarnos, en realidad, es que los partidos cada vez premien más a quienes repiten sus relatos prefabricados sin pestañear

La exdiputada del PP Noelia Núñez sigue un pleno de la Asamblea de Madrid, el pasado mes de abril.
Estefanía Molina

El escándalo por los falsos títulos de los políticos es un trampantojo. Es sabido que en política demasiado a menudo se asciende por hacer la pelota, callar debidamente o tener un núcleo leal. Maquillar el currículum quizás solo les sirva a algunos para aliviarse ese sonrojo. Lo que debería soliviantarnos, en realidad, es cómo se está degradando el hecho de tener a académicos, altos funcionarios o profesionales de prestigio en las instituciones, si los partidos cada vez premian más a quienes repiten sus relatos prefabricados sin pestañear.

Nada menos que la ministra de Universidades, Diana Morant, salió estos días a alabar la trayectoria del excomisionado de la dana tras las sospechas sobre su currículo. Solo por el puesto que Morant ocupa, debió ahorrarse ese apuro. Morant es además ingeniera de Telecomunicaciones. Es triste asumir que hasta alguien preparado repite el mensaje que al partido le conviene porque es lo que toca.

Así que de nada sirve decir “los políticos no son todos iguales” —y menos mal— porque no estamos hablando de la voluntad personal o de la valía de cada individuo en concreto. Se trata de cómo funciona el sistema en su conjunto, y sí, los incentivos para toda la clase política son hoy los mismos. Tan corrosiva es la antipolítica que solo ve defectos en nuestros representantes, como la que niega cualquier lacra fingiendo que así no da alas a los reaccionarios. Lo que espolea a la ultraderecha no es denunciar lo que se hace mal, sino hacer las cosas mal y luego pretender que a alguien le parezca normal.

La realidad es que la política española expulsa de forma creciente talento mientras atrae arribismo. Quien no pueda soportar la castración de su pensamiento libre, su criterio o rigor, a la larga se marchará, si además tiene alternativa laboral. La polarización y el actual cesarismo en los partidos obligan a sostener posturas rígidas o surrealistas, por eso de que ceder un milímetro equivale a dar munición al adversario. Fíjense cómo la mayoría repite consignas, con independencia de su rango o capacitación. No va de colores o ideologías. Generalmente, serán capaces de transigir con lo que les echen quienes no puedan ganarse mejor la vida fuera, necesiten nutrir su ego mediante el cargo, o algunos cínicos asumiendo que aquí se juega.

Dirán que esto ha pasado siempre, pero querer permanecer a toda costa en la alta representación se puede volver cada vez más una necesidad material. La política vuelve a percibirse como una suerte de privilegio a ojos de la calle, como ya pasó en el 15-M. Sus salarios no serán excesivos para su nivel de responsabilidad, pero muchos cuadruplican los del currante de a pie. La prueba de ese malestar latente se puede leer repetidamente estos días en redes sociales: “Le voy a recomendar a mi hijo que se afilie a un partido, y así se soluciona la vida” o “ya casi es mejor tener carné político que estudios”.

Será ironía, pero no perdamos la intuición de fondo: hay ciudadanos llegando a la conclusión de que aconsejar a sus chavales que desarrollen su autonomía, su criterio o valor profesional, ya no siempre es una garantía de progreso como antaño se creyó. La depauperación de las viejas clases medias también ha roto aquel sueño aspiracional de que ir a la universidad o instruirse era suficiente mérito o ascensor social para garantizarse un mínimo bienestar. Por eso, el proceso de envilecimiento de nuestra sociedad puede ser irreversible: los incentivos para ser honesto o competente se reducirán en España si la precariedad permanece estructural. Aunque nadie quiera verlo, tiene mucho que ver con las expectativas frustradas de nuestra juventud. Sería natural, perdonen el sarcasmo, que hoy la recomendación familiar fuera acercarse a quien parte el bacalao, callar y asentir para alcanzar o preservar un estatus.

Ese nihilismo es generacional, pero los partidos lo están institucionalizando y agravando. Politizar las altas instituciones del Estado o las empresas públicas lleva al recelo de que esos juristas, economistas, arquitectos… tal vez solo están ahí como meras correas de transmisión para ejecutar órdenes sin rechistar. Todo ello, bajo la coartada de la especialización. Lo mismo ocurre con los discursos que circulan en el debate público. Los partidos tienen capacidad de promocionar a los expertos que más les convienen o de reducir los ángulos de pensamiento al sectarismo de sus influencers. En cambio, otros profesionales no se prestarán a contradecir lo que han estudiado, o a ver el mundo sin matices por unos minutos de fama.

Estas dinámicas ya están generando muñecos rotos. Si lo más apreciado es tener a peones, no a mentes pensantes o críticas, entonces la crisis que tiene hoy España es moral. Cuando llegue un mejor palmero, la persona se dará cuenta de que estaba ahí por su servilismo o utilidad, no por su valor. Para cualquiera resultaría doloroso. Todavía más, para el joven precario que se ha esforzado en tener una formación y puede llegar a creer que hacer las cosas bien no tiene recompensa, que no montar escándalos condena a la invisibilidad, o peor aún: que los principios con los que creció de nada le han servido o quizás, ni servirán.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y en el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER. Presenta el podcast 'Selfi a los 30' (SER Podcast).
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