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Columna
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Ser feliz de forma misteriosa

Un macrobotellón viral reunió a miles de personas en las dunas protegidas de El Puntal, en Cantabria

La playa de El Puntal, en la bahía de Santander, el pasado 1 de agosto.
Delia Rodríguez

Llevo unos días en Cantabria y me he encontrado con que los locales andan aún revueltos por la celebración el último sábado de julio de un macrobotellón de varios miles de personas en la playa de El Puntal, en Ribamontán al Mar. La fiesta, que no fue autorizada y coincidió con la Semana Grande de Santander, estaba formada en buena parte por jóvenes cayetanos que acudieron desde Madrid. “Lanzas al aire un disco de Taburete y no toca el suelo”, comentaba alguien en uno de los vídeos que documentó el evento. No era la primera vez que estas preciosas dunas, situadas en un parque natural protegido, se convertían en “la única playa con más barcos que personas, la única playa con más postureo que Ibiza, la única playa con más madrileños que cántabros”, como decía la actriz Teresa Gareche en otra publicación. Es fácil imaginar el debate que se está produciendo en la zona sobre los efectos medioambientales y sociales de la repentina fama de un Puntal habitualmente tranquilo y paradisíaco.

La primera vez que una fiesta se salió de madre debido a las redes nos pareció tan solo un titular gracioso, no el adelanto de un futuro donde las personas decidirían su ocio según una viralidad global capaz de crear el caos y romper todas las escalas. En 2011 una adolescente olvidó marcar como privada una invitación en Facebook para su fiesta de 16 cumpleaños y se presentaron en su casa de Hamburgo 1.600 personas. El episodio se repitió varias veces en Alemania con algún disturbio, hasta el punto de que artículos de la época se preguntaban si había que prohibir las “fiestas Facebook”. En 2016, el padre de una quinceañera mexicana llamada Rubí publicó un vídeo de YouTube donde invitaba “a todo el mundo” a la celebración de su hija. Más de 1,3 millones de personas confirmaron su asistencia, aunque finalmente solo acudieron 30.000 a un acto que sí se realizó y que terminó con cachondeo internacional y un muerto. El tiempo ha pasado y la tendencia de acudir a fiestas donde uno no ha sido invitado sin preguntar antes a los anfitriones se ha transformado.

En este verano de 2025 son virales el chocolate Dubai, un dulce con pistachos; los Labubu, unos muñecos feos y caros que se cuelgan del bolso; y el affogato, que es una forma italiana de llamar al café con helado de vainilla. Hasta aquí, perfecto. El mercado sabe lidiar más o menos con las modas súbitas hasta que se agotan o se consolidan. En la pequeña localidad donde me encuentro, los supermercados ofrecen la chocolatina, en el paseo marítimo se venden copias del colgante de peluche renombrado como Lobobo y hasta donde yo sé la policía del buen gusto no va a impedir que le eches lo que quieras al torrefacto: el orden social continúa. El problema llega cuando el deseo se concentra no solo en los productos sino en las experiencias, que por su propia naturaleza no se pueden producir y consumir en masa. Pasárselo bien no es fácilmente replicable. No se pueden fabricar más Ferias de Abril de Sevilla donde vestirse de flamenca y beber rebujito, hace años que no cabe otra despedida de soltero en la Laurel de Logroño, y las dunas de El Puntal no deberían ser arrasadas por capricho. Disfrutar es un deber, pero si lo hacemos todos de la misma forma y en el mismo sitio nos molestamos entre nosotros. Deberíamos usar las redes para organizarnos, pero no para ir juntos, sino para repartirnos civilizadamente. Ojalá lleguen pronto los tiempos de la antiviralidad y nos peleemos por ser felices de formas misteriosas.

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Sobre la firma

Delia Rodríguez
Es periodista y escritora especializada en la relación entre tecnología, medios y sociedad. Fundó Verne, la web de cultura digital de EL PAÍS, y fue subdirectora de 'La Vanguardia'. En 2013 publicó 'Memecracia', ensayo que adelantó la influencia del fenómeno de la viralidad. Su newsletter personal se llama 'Leer, escribir, internet'.
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