Contra el silencio
Hemos aprendido en los libros que la humanidad acabará por preguntar a generaciones enteras dónde estaban y adónde miraron mientras se cometían nuevos genocidios


A veces un amigo se te pone al lado y te da una mala noticia y a ti te da por pensar en lo que puedas decirle para que se sienta bien o se sienta mejor, aunque puede que en realidad no espere ninguna de las dos cosas: ni sentirse bien ni estar mejor. Puede que solo quiera estar contigo y no estar solo. Hay parejas de ancianos que desayunan sin hablarse y en los bufetes de los hoteles les miran con pena y con prejuicios por el hecho de que no se digan ya nada, como si fuera poca cosa alcanzar la vejez con ese grado de amor intacto por el que todavía se comparte la hora sagrada de la tostada y del café.
A veces quisieras escribir una columna en la que pudieras decir lo que no has dicho hasta ahora, pero no se te ocurre porque algunos días ya le hemos dicho demasiadas cosas al mundo y lo único que puede hacerse es escuchar y leer por ver si otros le encuentran sentido al absurdo: al hecho de que se produzca una matanza en directo y las noticias bordeen el apocalipsis con una frivolidad que asusta. Hay días en los que ya se ha dicho lo que había que decir y sobreviene la tentación de dejar de hablar, porque es lo de siempre y porque quién querrá escuchar. Porque al final quizá tengan razón y no sirvan de tanto las palabras.
Y, en cambio, no queda más remedio que alzar la voz un día y al otro día, porque qué menos y porque hay silencios estruendosos y cómplices. Porque aprendimos en los libros que la humanidad acabará por preguntar a generaciones enteras dónde estaban y adónde miraron mientras se cometían nuevos genocidios y nuevos crímenes atroces. Nosotros, que hemos nacido por azar en este lugar y en esta época, siempre hemos pensado que habríamos sabido dónde colocarnos ante las atrocidades del pasado. Hicimos debates y juicios de quienes nos precedieron. Ahora, el espanto no está en el pasado. Por eso hay que seguir denunciando, aunque las palabras parezcan tan poca cosa: porque importa el deber moral y el deber de explicitarlo. Y para que, cuando pasen los años y nos pregunten qué hicimos o dónde estuvimos, podamos defender al menos una respuesta que no avergüence a nuestras conciencias.
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