Soy el peor padre del mundo
Para mí la playa es el espacio del apáñate como puedas y lárgate lejos mientras leo


Las niñas tienen unos diez años y nombres que no he oído nunca. Se llaman —me lo invento, no recuerdo cómo eran— Chicaga, Mauritania, Luxemburga, Ardebogotá, Vetustamorla y María de Curie. Son hijas de varios matrimonios compartiendo vacaciones, todas familias bien. Bien peinadas, bien bronceadas, bien nutridas, bien ejercitadas y, sobre todo, bien habladas. No dicen un taco ni terminan un participio en ao. Son la clase de gente que nunca se ha comido una almóndiga, ni siquiera tras su aceptación por la RAE. Suelen almorzar en lugar de comer, y se saltan la cena si toca ayuno intermitente. Por el acento los supongo madrileños, pero en esta playa madrileño solo significa forastero, así que vaya usted a saber. En bañador, madrileños somos todos.
Nada de eso llama mi atención. Solo me he fijado en ellos porque llevan toda la tarde organizando juegos para las niñas. Es un programa agotador de yincanas y competiciones varias, con jurados como en MasterChef y reglas estrictas como en la mili. No ha habido un minuto de juego libre, y los adultos no han dejado de organizar, juzgar, puntuar, ordenar, animar y explicar. No consienten que la diversión surja espontánea ni que las niñas se emboben mirando el horizonte, comiendo arena a paladas o cazando gusanos. Ellas responden al reto con alardes de disciplina y seriedad. Cuando Chicaga se aburre y declara su intención de irse a nadar, Vetustamorla la convence del valor de la perseverancia en la competición, y Luxemburga recuerda que sin sacrificio no hay recompensa. Hay que resistir, chicas, aquí no hemos venido a divertirnos ni a hacer amigas.
Me siento un padre horrible. En mi vida le he hecho yo tanto caso a mi hijo. Para mí la playa es el espacio del apáñate como puedas y lárgate lejos mientras leo. Sigo en eso las muy sabias desatenciones de mis padres, que nos ignoraban la tarde entera y creo que incluso olvidaban de verdad que existíamos. Entraban en un agujero de conciencia donde volvían a ser adultos sin hijos. Para eso estaba la playa. A mí me llegó a picar una medusa una vez y ni me molesté en decírselo a mi madre, me fui yo solo al puesto de la Cruz Roja.
Pero Chicaga, Ardebogotá y compañía tienen una infancia mucho mejor. Las están preparando para dominar el mundo, y el día de mañana se sentarán a la diestra del trono de Elon Musk mientras mi hijo y yo seguimos tirados en la playa como los gañanes sin ambiciones que siempre fuimos, perdiendo el tiempo a paletadas. Ojalá puedas perdonarme, hijo.
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