Esto es una carta de amor
Parece impensable que un lugar tan fundamental para Madrid como el Café Central vaya a sucumbir a la burocracia ciega de la especulación inmobiliaria


Madrid no es exactamente una capital del jazz como París o Tokio, a pesar de que tiene un festival internacional en otoño y un departamento dedicado al género en el Real Conservatorio Superior de Música. Si alguna vez lo ha parecido, ha sido por culpa del Café Central. El establecimiento rojo de la céntrica plaza del Ángel no es sólo uno de los locales de jazz más prestigiosos y queridos de Europa. También es un hogar para todos los que fusionan jazz y flamenco, un punto clave del eje latino, y el nudo que ata los sonidos árabes y los ritmos africanos con el jazz continental. Pero, sobre todo, es el lugar donde varias generaciones de madrileños aprendimos a amar el jazz, de la misma manera que aprendimos a amar el cine en la Filmoteca, y el arte en los museos.
Sus residencias semanales, un formato que comparte con el mítico Village Vanguard de Nueva York, ha permitido a los artistas ir desarrollando relaciones profundas con la sala, con el público y con la ciudad. Ha facilitado que los debutantes compartan escenario con leyendas, que los talentos locales colaboren con los grandes mitos de Nueva Orleans, Cuba o Nueva York.
Ese amor con amor se paga. Todo el mundo sabe que Tete Montoliu se vino de Barcelona a tocar durante cinco semanas seguidas sólo para rescatar al club de la quiebra durante el Mundial de fútbol del 94. Que durante dos décadas Javier Krahe, príncipe de los cascarrabias, se quedaba la última semana antes del comienzo de la Navidad. Parece impensable que una comunidad tan vital vaya a sucumbir a la burocracia ciega de la especulación inmobiliaria.
Confieso que no recuerdo quién tocaba la primera vez que fui. Lo hice con un amigo del instituto cuyos padres, periodistas argentinos, escuchaban jazz. Yo me sentía la última coca-cola del desierto porque me gustaban Billie Holiday, Ella Fitzgerald y Louis Armstrong, Porgy & Bess. Pero en mi casa lo que mi padre ponía era el Alan Parsons Project y a Eumir Deodato; y a mi madre le gustaban Ana Belén y Víctor Manuel.
El mundo del jazz era para mí una película extranjera sin subtítulos, un club exclusivo de fumadores de pipa y recitadores de Frank O’Hara, gente rica y sofisticada, adulta e intelectual. Yo no era uno de los cool cats. Me daba pudor hasta pararme a leer los carteles, por si alguien me decía pero tú de qué vas. Esa noche aporreé la mesa, bailé y bebí con los músicos, y volví a casa integrada y fanatizada. Todo el mundo tiene una historia parecida del Central.
“No hay mejor público que este”, decía Montoliu hace 31 años. “Hay algo en el lugar que hace que el público se fusione y transmita una emoción particular”, comentó este verano Ben Sidran, antes de tocar allí.
Es la intimidad de ese escenario lo que propicia la conexión mágica. Hay pocos sitios donde la audiencia y los artistas puedan mirarse a los ojos y respirar la misma respiración. Residente regular desde 1999, Sidran grabó un disco en directo con su cuarteto para celebrar sus primeras cien noches del Central (Cien noches, Nardis, 2008). Allí dice: “No podemos elegir de quién nos enamoramos en la vida. A veces el amor nos elige y es algo curioso. Como una fuerza magnética que ocurre y, cuando te ocurre, lo sabes”. No sé cómo podemos renunciar a eso y seguir siendo una ciudad excepcional.
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