Las políticas ultras, cuestionadas en Portugal
La decisión del presidente luso de no aprobar la ley de extranjería permite repensar una norma que trata la inmigración como un problema de seguridad


Portugal está cambiando a velocidad de crucero su política migratoria. Las señales comenzaron en el primer mandato de Luís Montenegro y se han acentuado en el segundo. Montenegro, que gobierna al frente de la coalición conservadora AD, ha elegido las leyes de extranjería y nacionalidad como prioridades para sus primeros meses, como si ambas fuesen los principales problemas del país y no la falta de viviendas o las deficiencias en el Servicio Nacional de Salud. Como siempre en política, no es una decisión inocente. El primer ministro, que en mayo reforzó su mayoría parlamentaria sin llegar a la absoluta, ha decidido abrazar banderas que hasta ahora solo defendía Chega. El partido ultraderechista fundado por André Ventura, que ha protagonizado un ascenso meteórico al convertirse en segunda fuerza en seis años de vida, cabalga sobre un puñado de temas. Uno de ellos es la gestión de la inmigración, aprovechando los errores cometidos por el Gobierno socialista de António Costa, que acabarían provocando un atraso de meses en las solicitudes de regularización de más de 400.000 extranjeros.
A pesar de que en los 13 meses del mandato anterior, Montenegro y Ventura tuvieron una relación de desconfianza, el crecimiento electoral de ambos les ha llevado a salir del enrocamiento. Ventura, porque quiere dar imagen de estadista dispuesto a pactar y Montenegro porque quiere ganarse al electorado más derechista, aunque sea a costa de alejarse de los principios fundacionales de su partido (Partido Social Demócrata), que nació enraizado en la socialdemocracia. Juntos sacaron adelante una norma que endurece los requisitos para entrar en el país y para que los inmigrantes reagrupen a sus familias.
La reforma se negoció con tanta prisa que ni siquiera aguardaron a recibir informes de organismos públicos ni accedieron a programar comparecencias de especialistas en la Asamblea de la República. Esta premura fue uno de los aspectos criticados por el presidente del país, Marcelo Rebelo de Sousa, en el requerimiento que envió hace unos días al presidente del Tribunal Constitucional para que se pronuncie sobre los cambios porque tiene dudas sobre la constitucionalidad de la reforma.
No fue el único pero. El Jefe del Estado portugués sospecha que la ley puede provocar un trato desigual entre extranjeros en función de su cualificación profesional y su trabajo para facilitar su entrada y el reagrupamiento familiar. Apoyándose en su derecho a bloquear la legislación aprobada en el Parlamento, Rebelo de Sousa no optó por la vía más radical del veto, pero tampoco dudó en trabar una norma aprobada por un Gobierno de su familia política. El Constitucional tiene dos semanas para evaluar el texto y pronunciarse. Tal vez el órgano de garantías portugués enmiende aquello que no lograron el resto de los partidos en la Asamblea e imponga una revisión del texto donde no prevalezca la visión de la inmigración como un problema de seguridad ciudadana, algo sorprendente en un país que se acerca al pleno empleo y que debe parte de su éxito económico a la mano de obra extranjera.
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