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Columna
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Es un genocidio. Y llegamos tarde

Si el perpetrador es un adversario, actuamos con velocidad admirable. Pero cuando es un aliado estratégico, los mismos criterios legales se vuelven súbitamente “complejos” y requieren “más investigación”

Ilustración col Máriam.M Bascuñán
Máriam Martínez-Bascuñán

En 2023, seis países occidentales emitieron, sin quererlo, la más rotunda acusación por escrito que existe contra Israel por el genocidio en Gaza. Lo hicieron al acusar a Myanmar de perpetrar un genocidio contra la minoría rohinyá musulmana. Canadá, Francia, Alemania, Reino Unido, Países Bajos y Dinamarca presentaron ante la Corte Internacional de Justicia una Declaración Conjunta de Intervención definiendo lo que constituye un genocidio, y cada criterio para condenar a Myanmar se cumple hoy en Gaza con evidencias aún más abrumadoras. Los seis argumentaban que “los niños son esenciales para la supervivencia de cualquier grupo como tal” y que su destrucción afecta a su “capacidad regenerativa”, siendo esto una “evidencia clara de intención genocida”. En Gaza, más de 17.000 niños han sido asesinados, el 40% de todas las víctimas. Otro ejemplo: la intención genocida podía probarse mediante “declaraciones de líderes políticos” que deshumanicen al grupo objetivo, citando como evidencia válida el uso de expresiones como “animales humanos”. Ministros israelíes, incluido Netanyahu, usan esa misma terminología, además de referencias bíblicas a la destrucción total del pueblo de Amalec.

No hace falta ser un experto para ver la contradicción, aunque ayuda escuchar a quien lo es. Omer Bartov, historiador y veterano del ejército israelí, ha dedicado su vida a estudiar el Holocausto y el genocidio, y cambió su opinión sobre Gaza tras meses de evidencia acumulada. “Hay pocos casos tan claros como este”, ha dicho, añadiendo que Israel ha pervertido la lección del Holocausto. Si alguien con su autoridad moral es tan rotundo, ¿qué más pruebas necesitamos para actuar? La verdad incómoda es que el reconocimiento del genocidio sigue un patrón geopolítico predecible. Si el perpetrador es un adversario, actuamos con velocidad moral admirable: Ruanda en 1994, Srebrenica en 1995, los rohinyás en Myanmar. Las atrocidades se etiquetan rápidamente como genocidio y exigimos justicia internacional. Pero cuando el genocida es un aliado estratégico, los mismos criterios legales se vuelven súbitamente “complejos” y requieren “más investigación”.

Llevamos 15 meses asistiendo en vivo a un genocidio documentado por periodistas y organismos internacionales, pero seguimos debatiendo si cumple los criterios que estos mismos países establecieron para Myanmar. Llamamos “crisis humanitaria”, como si hubiera surgido espontáneamente, a la pura ingeniería del sufrimiento. Normalizamos usar el hambre como arma y la militarización de la ayuda humanitaria. La respuesta a la destrucción de décadas de derecho internacional humanitario es la geopolítica de la indignación: estamos consternados (pobres), pero no hacemos nada, aunque el coste de mirar hacia otro lado ya se está pagando. Borrell lo resumió con honestidad brutal: “Europa ha perdido su alma en Gaza”. La excepcionalidad de su confesión radica en que habla de un fracaso existencial. No dice “nos equivocamos en Gaza”; dice que hemos destruido la base moral de lo que pretendemos ser. Europa se construyó sobre una narrativa redentora (“Aprendimos de nuestros horrores, ahora somos los guardianes de los derechos humanos”), pero esa narrativa ha colapsado. Decir “Europa ha perdido su alma” no es solo admitir un error político, es llorar la muerte de una identidad, del sueño de lo que podíamos ser. En realidad, no llegamos tarde a reconocer el genocidio, sino a admitir que siempre supimos que lo era. La diferencia entre demorarse por ignorancia o por cobardía es la misma que entre el error y la complicidad. En Gaza, elegimos ser cómplices.

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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