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Columna
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Cuidado con odiar

El quién es de dónde es siempre una zona gris, y más en España, donde somos incapaces de establecer una identidad nacional única y distintiva

Un grupo de turistas en Punta Ballena, en Magaluf.
Thiago Ferrer Morini

Es verano, empiezan las vacaciones, y los tabloides británicos hacen lo que los tabloides británicos hacen. Hace unas semanas, el Daily Mirror publicó un artículo en el que un experto en consumo atendía a la reclamación de Susan Edwards, que contrató un viaje de siete días a Corfú en pensión completa y, lamentaba, solo le pusieron de comer comida griega.

Edwards, según su relato, tiene colitis ulcerosa, una dolorosa enfermedad digestiva, así que uno esperaría que el problema fuese que no le diesen los alimentos apropiados para su condición, pero no. Su queja es que no comió comida británica ni un solo día. “No había bacon para desayunar, ni salchichas”, relata. “Un día nos pusieron patatas fritas y eso fue todo”. Evidentemente, en cuanto Bluesky se dio cuenta del reportaje, la respuesta fue la de esperar. “Malditos griegos. Sirviendo su comida en su propio país”, comentaba un usuario.

Wait, what? "A consumer rights champion has explained the rules after one woman had to eat Greek food every day on her... " *checks notes* "...Greek holiday". Bloody Greeks. Serving Greek food in their own country.

[image or embed]

— Matthias Eberl (@eberlmat.bsky.social) Jul 11, 2025 at 20:11

En España nos gusta mucho cachondearnos de la obsesión de los británicos por no separarse de sus hábitos cuando visitan las playas del sur. Uno puede volar a Gran Canaria y comer la misma comida, leer los mismos periódicos, ver la misma televisión y hacer los mismos crucigramas que haría en Sunderland o Wigan y no tener en ningún momento que darse cuenta de que está en un país extranjero salvo por el sol.

Se ha hablado mucho estos días acerca de los inmigrantes que “no se integran” en nuestra cultura, pero algo me hace pensar que los que usan esos términos no se refieren a prejubilados británicos que se compran un bonito chalé en una urbanización en la Marina Alta y no tocan un all i pebre ni por accidente.

“Integrarse” es un verbo a evitar, porque tiene mucha trampa. El año pasado, a un francés residente desde hace una década en la recoleta localidad de Epauvillers (150 habitantes), en el Jura suizo, se le denegó la ciudadanía (y, en consecuencia, la nacionalidad) por sus “costumbres extranjeras”, entre otras, el pasar el cortacésped los domingos.

El quién es de dónde es siempre una zona gris, y más en España. Si hay una característica que identifica a este país es, precisamente, la incapacidad de establecer una identidad nacional única y distintiva que no sea una caricatura. Ni siquiera pudo hacerlo el franquismo (que tuvo tiempo y poder para hacer lo que bien le pluguiera) y tuvo que conformarse con lo de “los hombres y las tierras de España”. El concepto de español es tan variado como España misma, y tan mutante como España misma. La cocina española no se entiende sin la patata, el tomate y el pimiento, tres cosas que los Reyes Católicos no habrían identificado si se las hubieran puesto delante.

Al final, los que usan la retórica del odio se dividen en dos. Por un lado, están los que quieren que los extranjeros que no les gustan (léase, los pobres) no sean extranjeros donde puedan verlos; el “bastaría con esconderlos” de la Susanita de Quino. Y esto es especialmente cierto en las zonas donde lo que se quiere es una mano de obra eternamente precaria, eternamente asustada y, en consecuencia, eternamente “flexible” (las mayores comillas del mundo), léase, capaz de aceptar las peores condiciones porque están demasiado aterrorizadas como para quejarse.

Pero luego están los que van más allá, alimentados por una dieta de extremismo acogido y hasta fomentado por las redes sociales, que quieren que los extraños (que es otra forma de decir extranjero) desaparezcan de sus vidas. El problema está en que esa es una línea móvil. Y si entregas la definición de extranjero a los extremistas, ateos, homosexuales, protestantes, filatelistas, sincebollistas, todos pueden, todos podemos, ser acusados algún día de ser ajenos a una identidad nacional fantasiosa. Así que cuidado con odiar a los extraños, porque un día el extraño puede ser alguien a quien usted ama. O usted mismo, sin más.

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Sobre la firma

Thiago Ferrer Morini
(São Paulo, 1981) Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Complutense de Madrid. En EL PAÍS desde 2012.
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