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Columna
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Amigo de juventud

No es esta la historia de un excluido sino de alguien a quien le fluye por las venas una rabia descontrolada contra los nuevos tiempos

Un carrito de la compra en un pasillo de un supermercado.
Elvira Lindo

Nos hemos vuelto irreconciliables. No fue de un día para otro. Imagino que una vez superada esa juventud airada en la que primaban el sarcasmo, la hipérbole y la supuesta brillantez nuestras ideas fueron encontrando acomodo en quienes realmente éramos. Tú fuiste derivando hacia un lado para mí inesperado, yo me afiancé en cuatro principios irrenunciables a pesar de mantener una distancia crítica. Teníamos a gala no habitar en el centro, al contrario, hubiéramos considerado una vulgaridad militar en la moderación, pero por encima de todo nos sentíamos libres de credo alguno. De la derecha estaba todo dicho y en aquellos años sentíamos que estaba como noqueada, aunque ahora sé que nunca fue así, la vieja derecha seguía latente, a la espera; en aquellos vermús en vaso alto repasábamos a diario el presente criticando a la izquierda que había alcanzado el poder, porque se lo merecía, pero también a esa otra izquierda a la izquierda, la nuestra, que no lograba desprenderse de la vieja retórica. Humor y política iban unidos y nos reíamos bastante. Gozábamos de ese milagro que es la amistad sin sexo: eras mi amigo y mi amiga, por el nivel de confidencias que compartía contigo, y yo era tu amiga y tu amigo, porque respetaba esa incapacidad masculina a entrar en asuntos del corazón. Tal vez lo que somos ahora ya estuviera escrito, que nuestro final estuviera cantado, pero nosotros, como todos los jóvenes, creíamos que las grandes amistades son inmunes al paso del tiempo. No podría decir cuándo fueron las primeras señales que marcaron el asombro, luego la distancia y más tarde la ruptura. Pudo ser aquella injuria lo que aceleró todo: que una persona como tú, brillante y racional, le diera pábulo a un bulo que corría contra un médico decente al que tacharon de asesino de ancianas, me descorazonó. Tu posición me dejó perpleja, pero quise excusarte pensando que la misantropía incontrolada hace brotar a veces los peores frutos de la imaginación. Tu ironía, aquella vieja ironía que ponía el dedo en la llaga sin hacer sangre, se convirtió en sarcasmo, en juicio despiadado. Y no porque dejaras de ser querido, porque lo eras, y no porque fueras arrinconado, porque se te ayudó. No es esta la historia de un excluido sino de alguien a quien le fluye por las venas una rabia descontrolada contra los nuevos tiempos, un regodeo en detestar cualquier novedad que no se parezca a las leyes no escritas de aquella juventud progre. Hay un placer en sentirse inadaptado, en pensar que los demás han traicionado las viejas esencias mientras tú las guardas como un fiel cancerbero. No aceptas que unas nuevas voces le enmendaran la plana a la vieja izquierda, ay, tanta feminista, tanto gay, tanto trans ahora, tanto ecologista enemigo de los pantanos, tanta prohibición que impide expresarse como entonces. Aquella conexión que sentías hacia las chicas, hacia mí, se fue diluyendo hasta desaparecer. No somos las de antes, piensas, ¡vamos, no jodas!, no decimos más que idioteces y hemos elevado nuestra estupidez a razón de Estado. Sin más remedio te refugias en el otro bando y encuentras calor porque te identificas con otros que como tú han decidido que el rencor hable por ellos.

Nos encontramos el otro día, amigo de juventud, por casualidad, cada uno con su bolsa del supermercado. Habría bastado con que me hubieras preguntado por mi familia o que hubieras improvisado alguno de esos recuerdos que nos transportan a lo mejor de una vieja amistad, pero entraste sin piedad en lo que te carcome y, tras años sin vernos, comenzaste a echar pestes de Sánchez. Sánchez, ahí, a palo seco, sin barra de cinc, sin vermú, sin aceitunas, usando ese apellido, Sánchez, como antídoto ante cualquier posibilidad de acercamiento, como rayo paralizador. Y yo, tan proclive a encontrar razones para salvar los restos del naufragio, me dije de camino a casa, asúmelo, esto murió hace mucho tiempo.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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