La Amazonia sufre para defenderse
Pronto volverán a incendiar la selva, que, gravemente afectada por la crisis climática, necesita más ayuda que nunca


Cuando entrevisté a Patricia Gualinga, ella explicó cómo la propia selva amazónica se defiende. Líder de los kichwa de Sarayaku y una de las voces originarias más respetadas en el escenario internacional, la indígena ecuatoriana relató la resistencia de su pueblo en el ciclo La selva es mujer, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona en noviembre. Cuando la selva está sana, dijo Patricia, incluso al crimen organizado le resulta difícil avanzar, sin poder aterrizar aviones ni hacer frente a un territorio desconocido y plenamente habitado por una enorme diversidad de seres. Con la ayuda del bosque y de todos sus habitantes, humanos y más-que-humanos, su pueblo consiguió expulsar hace años a una petrolera y hoy reivindica que se reconozca la Amazonia como una “selva viviente”: un ser vivo, inteligente y consciente. Patricia también contó lo indefensa que queda la selva cuando se destruye. Y es de eso de lo que quiero hablar.
Cuando las nubes de la estación lluviosa se disiparon, los satélites pudieron por fin registrar lo que había ocurrido en la Amazonia brasileña con los incendios criminales del segundo semestre de 2024. Y lo que se vio fue aterrador. El Informe Anual de Incendios de la red MapBiomas mostró que, en cuatro décadas, 2024 fue el año en que la selva más ardió: 15,6 millones de hectáreas, un 117% más que la media histórica, que siempre ha sido alta. Además, por primera vez, se incendiaron más áreas de vegetación autóctona que pastos, lo que supone otro cambio inmensamente preocupante. En mayo de este año, 2025, se deforestó casi el doble de superficie que el mismo mes del año anterior, un aumento del 92%. Por primera vez, el vector principal fue el fuego.
En la Amazonia, la mayoría de los incendios son provocados por la acción humana. Desde que la extrema derecha avanza en Brasil, el fuego se ha convertido también en una declaración de apoyo a las políticas para permitir la explotación predatoria del bioma. Pero lo que 2024 ha demostrado es que, vinculada con todo esto, está la evidencia de que la crisis climática aqueja severamente a la selva y esta ya no consigue defenderse como antes. Pocas cosas son más tristes que saber que está siendo tan atacada y de tantas maneras que ya no logra protegerse. Como una persona, la selva se desmorona.
En mayo, cuando disminuyen las lluvias, ya se nos encoge el corazón. Porque sabemos lo que pasará. En agosto, o quizás ya este mes de julio, la selva empezará a arder una vez más. Mejor dicho. Quemarán la selva una vez más. Y estará más frágil que nunca. En los últimos años, han seguido abrasando la Amazonia también en septiembre y octubre, a veces incluso en noviembre. Durante semanas no vemos la luz del sol, a veces ni siquiera los paneles solares funcionan. En años anteriores, ciudades situadas a miles de kilómetros se despertaron con el humo de la selva en llamas. Lo transportaron de norte a sur los ríos voladores, un fenómeno extraordinario en el que la vegetación transpira y forma un flujo de humedad que genera lluvias en Sudamérica. Con los incendios, los ríos llevaron humo en lugar de lluvia, un mensaje elocuente.
Cuando la selva arde, significa que millones de seres vivos están ardiendo, muchos con un dolor atroz. Y, al día siguiente, todo queda en silencio. Los habitantes del Norte Global no oyen este silencio cuando comen cerdos y salmones alimentados con soja procedente de la deforestación. Pero el silencio ya está en todas partes, en cada víctima de fenómenos climáticos extremos como el de Valencia, en el dolor de cada persona que ha perdido a alguien.
Quiero preguntarles: ¿qué harían si en los próximos meses se quemara algo de lo que depende la calidad de su vida y la de las generaciones futuras? ¿Algo irrecuperable e insustituible? Pues háganlo.
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