La batalla por el futuro de Europa
Estamos en el cuarto año de una nueva era que comenzó con la invasión de Ucrania; el equivalente, por así decir, de 1949 para la posguerra de la II Guerra Mundial

Europa se encuentra en los primeros años de una nueva era. El continente es hoy escenario de un gran combate entre dos Europas: la liberal y la antiliberal, la internacionalista y la nacionalista, la de la integración y la de la desintegración. La vencedora dependerá de la fortaleza y la habilidad de las fuerzas políticas internas, pero también de acontecimientos externos sobre los que los europeos tienen poco o ningún control.
Este nuevo período de la historia europea, que todavía no tiene nombre, comenzó el 24 de febrero de 2022, cuando Vladímir Putin invadió Ucrania. En la historia, como en la literatura romántica, los principios son fundamentales. En los siete años inmediatamente posteriores a 1945, Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, creó la mayoría de las instituciones internacionales esenciales que tenemos todavía hoy, entre ellas la ONU y la OTAN. La Comunidad Europea del Carbón y del Acero, fundada en 1952, sentó las bases de lo que acabaría siendo la Comunidad Europea. En los siete años inmediatamente posteriores a 1989, Europa y Estados Unidos decidieron ampliar en la práctica el orden euroatlántico existente —incluidas la OTAN y una Comunidad Europea que se reforzó hasta convertirse en la actual Unión Europea— a gran parte de la mitad oriental del continente.
Los dos periodos consecutivos y solapados en los que se creó, se amplió y luego se erosionó este orden —la posguerra (es decir, después de 1945) y la etapa posterior al Muro (es decir, después de la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989)— terminaron de golpe y al mismo tiempo cuando estalló la guerra sin cuartel entre Rusia y Ucrania en 2022. Las instituciones siguen existiendo, pero el contexto se ha transformado. Ahora estamos en el cuarto año de esta nueva era; el equivalente, por así decir, de 1949 para la posguerra y 1993 para el periodo post-Muro.
La palabra Zeitenwende, catapultada al inglés por el entonces canciller alemán Olaf Scholz en un discurso pronunciado ante el Bundestag el 27 de febrero de 2022, se traduce a veces como “punto de inflexión”. Pero lo importante es precisamente que no se trata de un punto. El paso de una era a otra puede empezar con un suceso espectacular que ocurre un día concreto, pero se tardan años en formar e identificar la nueva etapa y todavía más en darle nombre permanente. ¿Quieren saber qué ha sido de la Zeitenwende? Vuelvan en 2029.
El tópico de la “llamada de atención” ha dado pie a la ingeniosa réplica de que uno puede despertarse pero quedarse en la cama. En la cumbre de la OTAN recién celebrada en La Haya, los líderes europeos estaban deseando demostrar que no solo se han despertado, sino que han saltado de la cama, se han tomado un espresso doble y ahora están ansiosos por responder a la llamada de la historia. Sin embargo, la verdad es que han hecho falta tres grandes crisis externas para que llegaran hasta ahí.
Para resumir, se podría decir que son, en pocas palabras, la conmoción Putin, la conmoción Xi y la conmoción Trump. En la historia son relevantes las personas, y el carácter y las opiniones personales del presidente ruso Vladímir Putin, el presidente chino Xi Jinping y el presidente estadounidense Donald Trump han cambiado enormemente las cosas. Ahora bien, en los tres casos, detrás del nombre acechan acontecimientos mucho más importantes.
En los próximos años, Europa va a enfrentarse a una Rusia revanchista, decidida a recuperar el control real de su antiguo imperio hasta donde le sea posible. En la actualidad, Rusia tiene economía de guerra, con un gasto reconocido en defensa de en torno al 7% del PIB, una sociedad militarizada y un discurso político dominante basado en el choque de civilizaciones con Occidente. Está librando ya una guerra híbrida contra Europa, con métodos como el sabotaje, los incendios provocados, los ciberataques y la desinformación a gran escala en las redes sociales.
Putin tiene un poderoso aliado en la China de Xi. Pero China no es el único país dispuesto a seguir colaborando con Rusia, a pesar de la brutal guerra neocolonial que libra contra Ucrania. También lo están muchas otras potencias grandes y medianas, como India, Sudáfrica y Brasil. Por primera vez en la historia moderna, estos países tienen suficiente riqueza y poder para contrarrestar a Occidente. El año pasado, las economías combinadas de los BRICS tenían más de la mitad del tamaño de las economías del G-7 sumadas, en dólares nominales, y valían alrededor de 10 billones de dólares más en paridad de poder adquisitivo. De forma que la guerra en Ucrania ha hecho comprender a los europeos que ya viven en un mundo posoccidental.
Pero la conmoción que finalmente ha sacado de la cama a los líderes europeos y los ha obligado a despertarse con un café no ha llegado del este ni del sur, sino del oeste. En el caso de Trump, como en los otros dos, el motivo de esa conmoción no es solo el propio líder. Durante la mayor parte de este siglo hemos visto la tendencia de Estados Unidos a dar menos prioridad a Europa para concentrarse más en sus asuntos internos (“la construcción nacional en casa”, en palabras de Barack Obama) y un “giro hacia Asia” largamente anunciado. Esa propensión se vio muy ligeramente tapada por el atlantismo geriátrico de Joe Biden y es probable que continúe con cualquier futuro presidente del país.
A esta tendencia secular se suma la revolución de Trump y el movimiento MAGA en las prioridades nacionales. Su Gobierno ha dejado de tratar a Ucrania como aliado y ahora se propone —por darle el beneficio de la duda— hacer de mediador imparcial entre Rusia y la víctima de su agresión. En casi todos los campos, los Estados Unidos de Trump están comportándose como cualquier potencia transaccional del mundo posoccidental y eso, para la Europa liberal encarnada en la UE, supone un triple problema: geopolítico, por Ucrania y las inciertas garantías de seguridad que ofrece el país norteamericano; económico, por sus aranceles y su nacionalismo económico; e ideológico, por su apoyo descarado a los partidos antiliberales de Europa.
La respuesta de los parlamentos, las cancillerías y las aulas de Europa ha sido repetir audaces discursos que declaran que Europa puede, debe y va a estar a la altura de las circunstancias y que se va a convertir en una potencia capaz de defender nuestros intereses y valores comunes. Por otra parte, las fuerzas antiliberales de Europa son conscientes de que el viento sopla a su favor. Por sorprendente que resulte, ahora las apoyan tanto Moscú como Washington.
En ocasiones, Estados Unidos se ha mostrado ambivalente respecto a la UE, pero esta es la primera vez que se opone abiertamente a ella. Como sostiene el historiador Mark Mazower, cuando los ideólogos del trumpismo, entre ellos el vicepresidente estadounidense J. D. Vance, apoyan a partidos xenófobos y de extrema derecha como Alternativa para Alemania (AfD), están, curiosamente, reproduciendo en Europa la música de su propio pasado antiliberal y nacionalista. Y eso da algún fruto. Las últimas encuestas del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR) revelan una nueva y fascinante polarización de los partidos políticos europeos sobre un doble eje. Por resumirlo, muchos partidos populistas nacionalistas de extrema derecha son hoy pro Trump y anti UE, mientras que la mayoría de los partidos liberales de centro, ya sean de centroizquierda o de centroderecha, son anti Trump y pro UE.
Así que se ha desatado una gran batalla política entre estas dos Europas. Aunque se trata de una lucha de ámbito europeo, el resultado se decidirá en múltiples escenarios nacionales de política democrática. El obstáculo estructural fundamental que debe superar Europa hoy en día es que necesita unas políticas cada vez más europeas, pero las claves siguen siendo de ámbito nacional. La defensa, la tecnología, los mercados de capitales y la esfera pública digital exigen actuar a una escala que solo puede ofrecer Europa y que la UE ya tiene en materia de comercio y regulación. En un mundo de gigantes, más vale ser gigante también.
Los análisis políticos detallados elaborados por los ex primeros ministros italianos Mario Draghi y Enrico Letta presentan algunas de las medidas que debería adoptar una Europa verdaderamente decidida a convertirse en una gran potencia independiente en el mundo. Sin embargo, su aplicación dependerá en gran parte de los resultados de las elecciones nacionales que se celebren durante el resto de esta década. Incluso las llamadas elecciones europeas (las elecciones al Parlamento Europeo) son, en realidad, la suma de múltiples decisiones nacionales.
Las fuerzas están sujetas a un delicado equilibrio. En Rumanía, en mayo, un nacionalista antiliberal cayó derrotado en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, mientras que, en la segunda vuelta de las presidenciales de Polonia, celebrada el 1 de junio, el nacionalista de extrema derecha Karol Nawrocki venció por un estrecho margen al internacionalista liberal Rafał Trzaskowski. Nawrocki no es prorruso, pero es antiliberal, antialemán y contrario a la UE, y está estrechamente vinculado al partido Ley y Justicia (PiS) de Jarosław Kaczyński.
El resultado de las elecciones polacas ha sido objeto de polémicas, porque hay numerosas denuncias de votos mal contados a favor de Nawrocki. Una sala del Tribunal Supremo dominada por el PiS, cuya legitimidad no reconoce la UE, deberá pronunciarse sobre varios de esos recursos la próxima semana. Si esa sala claramente partidista corrobora el resultado y el Gobierno de Donald Tusk no lo impugna, el país más poderoso de Europa Central se verá condenado a un período de enconada “cohabitación” entre el presidente antiliberal Nawrocki y el primer ministro liberal Tusk hasta las próximas elecciones parlamentarias, que se celebrarán (como muy tarde) en 2027.
Pensando en el futuro, es completamente posible que, en 2027, Marine Le Pen, líder del Reagrupamiento Nacional francés —o Jordan Bardella, si Le Pen sigue inhabilitada para presentarse—, suceda a Emmanuel Macron en la presidencia de Francia y el PiS gane las elecciones parlamentarias en Polonia; y que, en 2029 AfD y el partido Reform UK de Nigel Farage sean los más votados en las elecciones parlamentarias de Alemania y Gran Bretaña, respectivamente. En ese momento, la Europa antiliberal sería mayoritaria. Pero hay otra posibilidad: que las fuerzas liberales y centristas venzan en una serie de comicios nacionales, culminando con el triunfo en las elecciones alemanas, británicas y europeas de 2029.
Que el futuro sea uno u otro dependerá de factores externos e internos. El mes pasado, cuando recibió el premio Carlomagno, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, sostuvo que necesitamos una “Europa independiente”. Pero esta retórica de la independencia europea es una forma indirecta de reconocer lo mucho que el viejo continente sigue dependiendo de Estados Unidos, 80 años después del final de la Segunda Guerra Mundial. La apretada agenda de cumbres de este mes, con el G7, la OTAN y el Consejo Europeo, se ha dedicado a ver las formas de reaccionar ante el presidente Trump y, en la medida de lo posible, mantenerlo los lazos con él. Un funcionario canadiense dio una descripción muy acertada de los preparativos de la reunión del G-7 al decir que era como “preparar la alfombra roja para Godzilla”.
Cuánto más va a seguir radicalizándose Trump, qué va a pasar con la economía estadounidense, si el país se sume en el caos violento o en un autoritarismo electoral al estilo húngaro, quién ganará las elecciones legislativas de mitad de mandato de 2026 y las presidenciales de 2028 serán datos fundamentales para Europa. Dado que muchos partidos nacionalistas populistas europeos se identifican con Trump y se dedican a decir que quieren “hacer grande a Europa otra vez”, su éxito o fracaso político dependerá del que tenga él.
Los Estados Unidos de antes no van a volver, pero hay una gran variedad de rumbos posibles que puede seguir el país después de Trump. En el mejor de los casos, para reforzar el poder europeo tendrá que haber una transición negociada, un “traspaso de responsabilidades” por el que Estados Unidos será menos activo pero seguirá haciendo aportaciones estratégicas cruciales. Empezando por la guerra de Ucrania, donde, dada la escasez de ciertos recursos militares esenciales que solo Estados Unidos puede proporcionar (por ejemplo, datos de inteligencia por satélite o misiles Patriot de defensa aérea), Europa puede marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso.
El resultado no será ni una victoria total ni una derrota total para ninguna de las partes. Habrá un largo y complejo enfrentamiento militar, económico y político entre Ucrania y Europa, por un lado, y Rusia y sus socios, por otro. Las guerras actuales de Oriente Próximo y la posibilidad de conflicto entre Estados Unidos y China a propósito de Taiwán también afectarán directa e indirectamente a Europa.
En cuanto a la política interna europea, hay muchos rasgos comunes, pero también grandes diferencias nacionales. Una situación que comparte todo el continente es que los políticos de unos Estados con frecuencia muy endeudados tienen que intentar convencer a una población envejecida, acostumbrada a unas buenas prestaciones sociales y reacia a que haya más inmigración y a que le suban los impuestos, de que las cosas deben cambiar. Eso, incluso antes de empezar a tratar de alcanzar —al menos “como meta”, por citar la palabra más reveladora de un reciente artículo de opinión de Friedrich Merz y Emmanuel Macron publicado en el Financial Times— el nuevo objetivo de la OTAN de destinar el 3,5 % del PIB a defensa de aquí a 2035, más un 1,5 % a infraestructuras que puedan considerarse relacionadas con la seguridad.
En todas partes hay grandes sectores de la sociedad, especialmente los hombres y mujeres sin estudios superiores y los que residen en regiones más pobres, que se sienten económica y culturalmente olvidados. La inmigración es el tema candente en el que los populistas centran todo este descontento. Por su parte, los votantes jóvenes se preocupan porque sus perspectivas de vida son peores que las de sus padres, empezando por el problema generalizado de los precios prohibitivos de la vivienda. Muchos de ellos buscan soluciones en los partidos antisistema, ya sean de derechas o de izquierdas.
A los políticos del centro liberal les está costando mucho encontrar una receta creíble que les permita contrarrestar esas tendencias y ganar las elecciones. Algunos problemas, como el acceso a la vivienda, deberían ser ámbitos de actuación fundamentales para ejercer las políticas racionales de las que tradicionalmente se han enorgullecido los liberales. Otros, como decidir qué debe y qué no debe hacer un Estado del siglo XXI, exigen una reflexión comparable a la que llevaron a cabo los socialdemócratas y los democristianos europeos después de 1945.
En materia de inmigración, los partidos liberales de centro cometen una y otra vez el error de adoptar la retórica de la extrema derecha (el Reino Unido corre el riesgo de convertirse en una “isla de forasteros”, ha proclamado el primer ministro británico Keir Starmer) sin controlar, a la hora de la verdad, la inmigración irregular. Esta mezcla solo sirve para empujar a los votantes hacia los populistas.
Lo que deberían hacer es precisamente lo contrario: gestionar de verdad la inmigración irregular y, al mismo tiempo, subrayar los beneficios económicos, sociales y culturales de la inmigración legal. Es curioso que el Partido Laborista británico parezca incapaz de defender este argumento, cuando sus propias filas parlamentarias están llenas de ejemplos vivos y coleando de todo el talento y la diversidad que aporta la inmigración.
Un ejemplo de éxito interesante es el de la primera ministra socialdemócrata de Dinamarca, Mette Frederiksen, que combina una política muy estricta contra la inmigración irregular con un gasto social generoso y evita la retórica xenófoba extremista. Pero lo que funciona en Dinamarca no tiene por qué funcionar en otros lugares. Al fin y al cabo, los intríngulis políticos de los distintos países europeos siguen siendo muy diferentes y, muchas veces, lo que resulta decisivo no son las características comunes, sino las específicas de cada lugar.
Por tanto, es posible que la mejor estrategia sea que cada país siga la suya propia. En Alemania será fundamental ver si AfD, que ya es el primer partido en gran parte del este del país, puede seguir aumentando sus apoyos en la zona occidental, más poblada. (Un político de AfD en la antigua ciudad siderúrgica de Duisburgo ha mandado imprimir gorras con el lema “Make Duisburg Great Again”).
Las personalidades importan, tanto a nivel local como a nivel mundial. El populista antiliberal con más éxito de Europa, Viktor Orbán, que ocupa el poder en Hungría desde 2010, se enfrenta ahora a la feroz competencia política del partido Tisza, de Péter Magyar. Teniendo en cuenta cómo es el régimen de Orbán, las elecciones parlamentarias del próximo año no serán libres ni justas; pero, como descubrió Slobodan Milošević muy a su pesar en el año 2000, incluso unas elecciones injustas pueden volverse en contra de un candidato que lleva mucho tiempo en el poder y es muy impopular.
En Polonia, cada vez son más los votantes jóvenes que se sienten frustrados por lo que consideran una lucha encarnizada e interminable entre dos viejos gruñones, Kaczyński y Tusk, que dominan la política polaca desde hace veinte años. Tusk, que ha hecho una contribución personal extraordinaria tanto a la política polaca como a la europea, necesita encontrar ahora un sucesor carismático para que dispute las próximas elecciones. En Francia, después de la arrogante decisión de Macron de convocar unas elecciones parlamentarias innecesarias el año pasado, gran parte de lo que está en juego dependerá de quién sea el candidato presidencial que se enfrente a Le Pen o Bardella.
Es conocida la frase del fundador de la UE, Jean Monnet, de que “Europa se forjará en las crisis y será la suma de las soluciones adoptadas para superarlas”. Sigue siendo así, pero ahora hay que añadir que Europa se forjará en una serie de luchas políticas nacionales y será la suma de los resultados electorales que salgan de ellas.
Si la Europa liberal gana en la mayoría de estos escenarios nacionales, si proporciona a Ucrania lo que le hace falta para librarse de la Rusia de Putin y si sus almas gemelas transatlánticas vencen en Estados Unidos en 2029, tal vez nuestra Zeitenwende plurianual sea el principio de una nueva y brillante etapa de la historia europea. No es probable, pero todavía es posible.
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