‘Papi’ Donald: el presidente de Estados Unidos impone su diplomacia del vasallaje
Líderes mundiales buscan acertar con la dosis adecuada de halagos y mano izquierda en su relación con el inquilino de la Casa Blanca para no provocar su ira
Durante la reciente cumbre de la OTAN en La Haya, la mayoría de los líderes presentes compartía una prioridad: ante unos Estados Unidos que amagaba con desvincularse de la Alianza Atlántica, era crucial mantener a su presidente, Donald Trump, contento. A costa de lo que fuera. Incluso de la propia dignidad, como dejó claro el secretario general de la organización, Mark Rutte. “Vuelas hacia otro gran éxito en La Haya [...] Europa va a pagar a lo GRANDE, como debería, y será tu victoria”, le aseguraba Rutte a Trump en un mensaje privado que el republicano no dudó en divulgar en sus redes sociales. Más tarde, en una obsequiosa comparecencia conjunta ante los medios, el neerlandés llegó a llamarle daddy, “papi”.
Rutte ha sido hasta ahora, probablemente, el ejemplo más extremo de la diplomacia del halago, rozando el vasallaje puro, frente a las constantes amenazas de Washington en materia comercial y defensiva. Pero ni es el único ni esa táctica es nueva: Trump siempre ha sido excepcionalmente receptivo a los elogios y gestos grandilocuentes, desde su primer mandato. Bien lo sabe el francés Emmanuel Macron, quien lo impresionó tanto con el desfile militar por el Día de la Bastilla durante su primera visita de Estado, en 2017, que Trump había intentado desde entonces organizarse uno propio, a su mayor gloria. Lo consiguió por fin poco antes de viajar a La Haya, coincidiendo con su cumpleaños.

Desde el regreso del republicano al poder el pasado enero, la adulación sin matices se ha convertido en un ingrediente básico en la receta tanto nacional como de muchos líderes mundiales, desde aliados a enemigos, para lidiar con el volátil inquilino de la Casa Blanca. El ruso Vladímir Putin le cubre de superlativos. El Gobierno paquistaní le ha propuesto para el Nobel de la Paz. El presidente finlandés, Alexander Stubb, viajó a Florida solo para jugar con él al golf. Y, en su primera visita a la Casa Blanca, el primer ministro británico, Keir Starmer, llevó un arma secreta con la esperanza de persuadir a Trump de que eximiera al Reino Unido de los aranceles que acabó imponiendo a troche y moche: una carta personal del rey Carlos III, en la que le invitaba a una nueva visita de Estado a Londres, tras la que realizó en 2019.
“¡No hay precedentes! ¡Ningún otro líder del mundo ha repetido una visita a los reyes de Inglaterra!” se ufanaba el presidente estadounidense. También en La Haya, donde todo giró en torno a los gustos y humores del republicano, durmió Trump en el palacio real Huis ten Bosch, hospedado por los reyes.
“Nada impresiona más que la inagotable capacidad de los actuales dirigentes europeos para humillarse con tal de conservar el derecho a ser vasallos de Trump”, ironizaba en la red social X el exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis tras la cita aliada.
La cortesía y los detalles especiales —como la camiseta del futbolista Cristiano Ronaldo firmada y dedicada por el jugador portugués con un “jugando por la paz” que el presidente del Consejo Europeo, António Costa, le regaló a Trump durante la reciente cumbre del G-7 en Canadá— siempre han formado parte del juego diplomático. La pregunta es dónde está la frontera con el servilismo.
“La cuestión de cómo abordar esta Administración estadounidense tiene a los líderes europeos y de otros países realmente confundidos”, analiza el exdiplomático estadounidense Ian Lesser. “Se complica aún más por el hecho de que el presidente Trump parece ver el mundo, sobre todo, a través de la lente de la personalidad y las interacciones personales”, explica este analista del think tank (laboratorio de ideas) transatlántico German Marshall Fund.
Las monarquías del Golfo han convertido el peloteo a Trump casi en un arte. En su visita en abril, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos enviaron una escolta de F-16 cuando el republicano entró en sus respectivos espacios aéreos. Hubo también desfiles de camellos. Y muchos anuncios de compras milmillonarias de productos estadounidenses. Qatar se llevó la palma, con el regalo de un Boeing de lujo valorado en 400 millones de dólares, para que Trump lo convierta en su avión presidencial Air Force One. Es, con mucha diferencia, el obsequio más caro —y controvertido— que ha recibido un presidente estadounidense en los casi 250 años de la historia del país.
Las tácticas adulatorias tampoco son exclusivas de los dirigentes mundiales: incluso los empresarios más ricos del mundo, sean Mark Zuckerberg o Elon Musk, se han prestado a pasar por ese aro.
“Trump no quiere lealtad, que es una virtud. Quiere vasallaje, que es muy distinto. Gente que le diga que sí, no asesores que le presenten distintos puntos de vista, pros y contras, y puedan aconsejarle hacer cosas distintas a las que él quiere”, remarcaba el exconsejero de Seguridad Nacional de Trump, John Bolton, en una reciente entrevista con este periódico.
Quienes no han tenido esa maña o rechazaron adularle han sufrido la humillación pública del republicano. El rapapolvo al presidente ucranio, Volodímir Zelenski, en el Despacho Oval fue retransmitido en directo a todo el mundo. Tras la cumbre de la OTAN, el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, también ha pasado a engrosar la lista de líderes abroncados por el jefe de la primera potencia mundial. En su caso, con amenazas a lo Vito Corleone: “Tiene usted una bonita economía. Sería una pena que le ocurriese algo”, le dijo Trump a Sánchez por la resistencia del socialista a adoptar el objetivo de 5% del PIB de gasto en defensa acordado en La Haya.












Mientras, el británico Starmer firmó con Trump hace dos semanas la exención para la industria aeronáutica de su país, y aranceles muy reducidos para el sector del motor. Y Rutte consiguió que Trump asegurara públicamente que está “al 100%” con la OTAN, después de haber puesto en duda el artículo 5 sobre defensa mutua. Tampoco a Macron le ha ido mal tratarlo con los más altos honores: “Le permite llamarle cuando es necesario y pasarle mensajes”, señala Célia Benin, jefa de la oficina en París del European Council on Foreign Relations (ECFR) y experta en relaciones transatlánticas.
Pero, ¿es la adulación extrema la única manera de lidiar con Trump? No, asegura Comfort Ero, presidenta del International Crisis Group (ICG). Ero publicó recientemente un análisis en el que recordaba que hay mandatarios, como la mexicana Claudia Sheinbaum o el canadiense Mark Carney, que han sabido mantenerse firmes sin provocar la ira trumpiana. “Los halagos funcionan, pero Trump también suele respetar a la gente que se mantiene firme. Lo peor parece ser protestar en voz alta pero no hacer nada al respecto”, escribió.
“El arte de la diplomacia requiere comprender quién está al otro lado y requiere también diferentes habilidades, saber combinar la adulación con una mano firme, dependiendo de las negociaciones”, acota Ero en conversación telefónica. “Y también requiere comprender la psicología de la persona y su carácter, su forma de pensar”, agrega la experta en prevención y resolución de conflictos.
“Es probable que la cuestión de los halagos se ponga a prueba ahora” en el último tramo de las tensas negociaciones comerciales entre Washington y la UE, apunta Lesser. Y ahí, subraya Benin, “Europa no debería tener miedo de mantenerse firme, porque Trump reconoce la fuerza, como la que ha mostrado también China en materia de comercio”. Además, recuerda la francesa, “Trump siempre ha tratado mal hasta a sus amigos”.
Que la adulación no es tampoco sinónimo de éxito lo aprendió por las malas el presidente sudafricano, Cyril Ramaphosa. Acudió en mayo al Despacho Oval para explicarle a su homólogo que, por muy convencido que esté Trump, no se está produciendo un genocidio de granjeros blancos en su país. Llegó con un libro de fotografías relacionadas con el golf, el deporte favorito del republicano, muchas sonrisas y mucha determinación a ser paciente. Hasta se llevó a dos campeones mundiales sudafricanos de golf, Ernie Els y Retief Goosen. No sirvió de nada y la reunión se convirtió en una auténtica emboscada en la que Trump exhibió noticias de origen dudoso y un vídeo con datos e imágenes erróneos para intentar demostrar que sí, que en Sudáfrica los granjeros blancos son una minoría oprimida a la que se asesina sistemáticamente.
Ni siquiera acertar con la dosis correcta de halagos es garantía de nada. “Trump es volátil incluso con quienes lo adulan. Puede volverse contra un aliado sin aviso previo”, advierte el politólogo brasileño Oliver Stuenkel, que recuerda que, pese a la estrecha relación con el presidente ultra Jair Bolsonaro (2019-2022), durante su primer mandato “Trump impuso aranceles al acero brasileño sin avisarle antes”.
Por eso, agrega, mejor tener mucho cuidado con esta diplomacia del vasallaje: “Puede evitar una crisis puntual, pero no genera confianza ni previsibilidad a medio plazo”, subraya. “Es una diplomacia frágil, que depende más del estado de ánimo de una sola persona que de acuerdos institucionales duraderos”, agrega. Y si algo saben todos, aduladores y no aduladores, es que el estado de ánimo de Trump cambia más rápido que una veleta.
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