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TRIBUNA
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En nombre de la democracia

El pluralismo se debilita cuando llegan al poder quienes no creen en él, pero también cuando usamos con ligereza los procedimientos para frenarlos

En nombre de la democracia. Daniel Innerarity
Daniel Innerarity

El crecimiento de los autoritarismos, las ideologías iliberales y las injerencias electorales han llevado a muchos Estados a incrementar los mecanismos de protección de la democracia. Este nuevo panorama parece justificar la vuelta a aquella “democracia militante”, por utilizar la vieja expresión de Karl Loewenstein, innecesaria en los tiempos del amplio consenso en torno a los valores y procedimientos de la democracia liberal. En cambio, hoy, cuando en muchos países los enemigos de la democracia han llegado o podrían llegar a conquistar posiciones mayoritarias, ya no se trata de tolerar a una minoría marginal, sino de protegerse frente a un riesgo que amenaza con llevarse por delante las instituciones que se edificaban precisamente sobre esa cultura política de respeto a las minorías. La tolerancia estaba pensada en una dirección, pero no parece que vaya a funcionar en la otra. ¿Es democráticamente sostenible una comunidad política gobernada (es decir, sostenida por una mayoría social) que no tiene la menor intención de incluir a quienes piensan de otra manera?

Estamos ante el antiguo dilema acerca de qué puede y debe hacer una democracia con quienes la desprecian. En los últimos años, la respuesta a este dilema ha sido, en nombre de la democracia liberal, cada vez menos liberal. Tanto los conservadores como los progresistas proponen soluciones “militantes” que cierran el paso, excluyen o limitan los derechos de quienes se supone que no comparten los valores democráticos. Las derechas desarrollan la narrativa que justificaría la expulsión de los extranjeros en nombre de los valores comunes; en las posiciones progresistas ganan peso los partidarios de prohibir los partidos de ultraderecha.

Esta militancia no está exenta de una particular ambigüedad. Hay enemigos de la democracia, por supuesto, pero también hay falsos amigos cuya peligrosidad consiste en que creen disponer de la autoridad para calificar a otros como tales, una poderosa arma de exclusión a la que habíamos renunciado precisamente para la construcción institucional de la democracia contemporánea. Pensemos en el caso de la lucha contra la desinformación y sus límites. Para combatir este fenómeno se han propuesto estrategias de fact checking y moderación de contenidos, lo que me parece un empeño tan loable como limitado. Hay mentiras flagrantes, pero también pluralismo de opiniones, y no siempre es fácil distinguir una cosa de otra. La existencia de bulos suele servir como disculpa para protegerse de las verdades incómodas. La democracia se caracteriza porque, puestos a elegir, prefiere el riesgo de otorgar demasiado poder al engaño que a una instancia que monopolizara la verdad. No tenemos democracias para proteger la verdad, sino para protegernos de quienes se apropian de ella.

El objetivo legítimo de responder a las amenazas contra las sociedades democráticas tiene efectos que contradicen lo que se pretende defender. El principal de ellos es que pueden ser utilizados por los autoritarios para degradar la democracia en el caso de que lleguen al poder. Fortalecer las prerrogativas de las actuales mayorías liberales o progresistas implica hacerlo también con las eventuales mayorías iliberales o reaccionarias. Polonia prohibió en 2021 que los medios audiovisuales estuvieran en manos de empresas extranjeras, lo que sirvió para que otro Gobierno vigilara después a una cadena privada que es el principal medio crítico con la acción gubernamental. Por razones similares, el Parlamento húngaro aprobó en 2024 una ley que impedía que los partidos políticos fueran financiados por fondos extranjeros, y de este modo permitió crear un organismo cuyo mandato era tan impreciso que autoriza a controlar a los partidos de la oposición.

La solución no es tener consagrar nuestro poder o el suyo, sino limitar cualquier poder, tanto el de los buenos como el de los malos, si puedo hablar en estos términos. Hay que elegir entre un fortalecimiento de la democracia que institucionaliza la autolimitación del poder o su mayor empoderamiento. La primera posición parece débil al principio, pero limita la capacidad de daño que tendrían los autoritarios si llegaran al poder; la segunda dota de un carácter militante a las democracias frente a sus enemigos, pero pone a su disposición unas atribuciones excesivas que podrían utilizar sin la menor restricción. Es mejor para la democracia no conceder a los buenos un poder que podría ser utilizado por los malos. La democracia no limita el poder de sus enemigos sino cualquier poder.

La legitimidad de los procedimientos extraordinarios de defensa de la democracia depende de que el riesgo que se trata de prevenir sea lo suficientemente grave como para privar legítimamente a individuos o grupos de la protección de sus derechos únicamente en razón de la amenaza que representan. Para respetar el pluralismo democrático, los principios protegidos deben serlo de manera que no estén consagrando modos de vida u orientaciones políticas específicas, meras posiciones de la mayoría. Si no queremos que la defensa de la democracia liberal se convierta en un instrumento en manos de la arbitrariedad del poder, debe ser lo más inclusiva posible y ha de justificarse por principios de mayor rango normativo que una disposición constitucional contingente o coyuntural. La lucha contra los enemigos de la democracia debe apoyarse en una lógica minimalista: la vigilancia, limitación y condena de ideas debe ser limitada y las sanciones solo pueden ejercerse contra aquellos discursos y acciones que cuestionen gravemente y directamente los principios fundamentales de la democracia liberal, y no aquellos valores secundarios o disposiciones cuya revisabilidad y cuestionamiento han de permanecer siempre abiertos si queremos proteger precisamente el carácter liberal de nuestras democracias.

Un Estado democrático no está autorizado para impedir la emergencia de discursos y actores que discutan el orden constitucional sin sacrificar con esa prohibición sus propios principios. La adhesión a los valores democráticos no puede imponerse, menos todavía la aceptación de muchos elementos de cualquier Constitución que no son propiamente valores sino disposiciones contingentes que podrían ser modificadas sin atentar contra aquellos valores; más aún, cuya modificación puede defenderse precisamente en nombre de aquellos valores. La democracia se debilita cuando se hacen con el poder quienes no creen en ella, pero también cuando utilizamos con ligereza los procedimientos de exclusión. Las exclusiones solo sirven para que sea creíble la tramposa defensa de los valores democráticos que hizo J. D. Vance en su discurso de Múnich o el mantra con el que las extremas derechas denuncian una imposición de lo políticamente correcto.

El crecimiento de los partidos autoritarios no se debe a que hayan sido excesivamente tolerados. Si en algún momento pueden llegar a gobernar, eso indica que desde hacía tiempo la cultura política de esa sociedad estaba gravemente deteriorada. Cuando se plantea su prohibición es ya demasiado tarde. Y es muy dudoso que la represión hubiera podido impedirlo. En una sociedad democrática esto solo se consigue ganando la batalla política correspondiente.

La grandeza y la debilidad de la democracia consiste en que se apoya en la protección de unas libertades cuyo ejercicio puede abolir en cualquier momento las condiciones que la hacen posible. La superioridad política de la democracia estriba en que deja abierta la posibilidad de que cualquiera acceda al poder, incluidos sus enemigos, y, a la vez, favorece una cultura política en la que resulta poco verosímil esa victoria de sus enemigos. Si en muchos países dicha victoria ya no es una hipótesis descabellada, un mal que toleramos porque resulta muy poco probable, es porque hemos dejado de confiar en esa peculiar fortaleza de la democracia y hemos preferido un discurso y una estrategia que dota de una cierta credibilidad a quienes defienden sus posiciones autoritarias en nombre de la democracia.

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