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TRIBUNA
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No en mi nombre

La masacre que Israel está cometiendo en Gaza me lleva a preguntarme cómo ser judío después de ese horror

No en mi nombre. Alejandro Katz

Nunca hasta hoy había hablado como judío. Intenté hacerlo siempre como ciudadano, como un igual entre iguales, como alguien preocupado por lo que nos es común, tratando de respetar a la palabra, de reconocerla como el bien más preciado de nuestra humanidad compartida, lo que nos hace ser lo que somos al instituirnos como individuos que son en tanto son con los otros, en tanto reconocen y son reconocidos.

Fui educado como judío; no fui educado en el judaísmo, no en esa versión del judaísmo que implica las formas, sagradas o profanas, de pertenencia a la tribu, sino en el judaísmo que se confunde con aquello que, imprecisamente pero sin vacilar, entendemos como humanismo.

El 17 de marzo de 1992, oí desde la editorial el estruendo de la bomba que destruyó la Embajada de Israel en Argentina sin imaginar que era una bomba, y descubrí con azoro el modo en que el odio tocaba nuevamente a nuestra puerta, la de los judíos y la de los argentinos. El 18 de julio de 1994, el horror se hizo presente en el rostro de un amigo que trajo la noticia de la destrucción de la AMIA, la mutual de la comunidad judía, por un coche cargado de explosivos.

El 7 de octubre —no es necesario decir el año; “7 de octubre” es ya el nombre de una nueva marca de lo innombrable—; el 7 de octubre fue la desesperanza y la desesperación, la infinita tristeza por las víctimas y por el significado —los significados— de que fueran víctimas. Fue más de lo que puede decirse con palabras, porque las formas que tomó ese día la violencia sobre la vida y la violencia sobre la muerte, las formas de la humillación y del desprecio de lo humano, alcanzaron cimas que con dificultad pueden ser expresadas por el lenguaje.

Y el 8 de octubre fue, junto con la tristeza, la indignación ante aquellos, muchos, que uno imaginaba compañeros de viaje —del viaje del pensamiento en el mundo de las ideas, del viaje de los principios e ideales en el mundo de la política— que fueron capaces de caer en el adversativo: sí, fue horrible... ”pero”. “¿Pero?" De cuántas formas hemos dicho nosotros, en Argentina, en España, en el mundo, que no hay antecedente que justifique la crueldad, que nada explica la crueldad, que la crueldad no puede considerarse como algo causado por quien la sufre, haya hecho lo que haya hecho, que la crueldad es el Mal, que su origen está en quien lo causa, no en quien lo recibe.

Sí, el 8 de octubre fue, junto con el azoro, el encuentro, una vez más, con la propensión a justificar lo peor en nombre de otra cosa. Explicar no es justificar, me dirán, me dijeron. No es cierto, no siempre es cierto. Cuando la explicación convierte en agente del mal a su víctima la explicación se vuelve justificación, la peor, porque pretende ocultar su nombre bajo la retórica de las ideas.

Luego vino todo lo demás. Todo lo demás es la destrucción infinita, no ya de Gaza, no ya de los palestinos de Gaza, no ya de mujeres y niños de Gaza, no ya de médicos y enfermeros de Gaza, la destrucción infinita de la humanidad, de aquello que, una vez más imprecisamente pero como siempre sin vacilar, nos constituye —¿nos constituía?— como lo que somos.

El horror del 7 de octubre fue de tal magnitud, el rechazo de las explicaciones del 8 de octubre fue tan intenso, que resultó difícil reaccionar ante lo que comenzó a suceder, ante lo que sigue sucediendo, lo que no acaba de suceder, interminable, inconcebiblemente.

Pero difícil no es imposible: ya son hoy no cientos sino miles las voces, miles las voces judías alzadas contra aquello en torno de lo cual algunos quieren establecer una disputa léxica (¿es o no un genocidio, es o no limpieza étnica?) solo para esconder los hechos. Y los hechos son que Israel está cometiendo una masacre de las más abominables de nuestro tiempo, una masacre cuya dimensión tanto por el daño que produce como por la crueldad con la que lo produce, nunca —¡nunca! es terrible saberlo desde hoy—, podrá ser olvidada.

(Ya no es posible hacer el repertorio de quienes han hablado y de lo dicho: los hay en el mundo de las ideas y de la política, los hay progresistas y conservadores, en Israel y fuera de Israel. Son voces valientes, que enfrentan a quienes quieren callar las críticas por medio de la rastrera extorsión de la Tragedia).

Aun si el ataque israelí sobre Irán parece haber cambiado la agenda, la atención no debe apartarse de Gaza, por razones a la vez políticas y humanitarias. El Estado de Israel está cometiendo una masacre. Los crímenes ya no son la excepción sino la norma; quizá peor que los crímenes —¡”peor que los crímenes!“; hay que no ser una víctima para decirlo— sea la satisfacción que producen en muchos de quienes los cometen y en muchos de quienes los aprueban.

La formulación no fue casual: el Estado de Israel. No los ciudadanos israelíes, muchos de los cuales encarnan con dignidad la resistencia ante los abusos del Estado, no los judíos.

No es una exculpación, es la distinción que introduce preguntas: ¿hay algo en el judaísmo que explique lo que está haciendo el Estado de Israel? ¿O es acaso en la conversión de un pueblo en un Estado donde esa explicación se encuentra? También la pregunta más urgente: ¿cómo poner fin al horror, ya? Y la que se inaugura ahora: ¿cómo ser judío después de Gaza? Cómo ser aquello que nos gustaba ser: gente del libro, de las ideas, de las razones y de la comprensión, gente de los argumentos y del humor —los delegados de la Ironía en la tierra—, curiosos por estar siempre en territorios ajenos que despiertan asombro, deseosos de comprender al vecino en su diferencia y en su semejanza, queriendo ser iguales y orgullosos de ser diferentes. Ya que no es posible la paz perpetua, la amistosa convivencia en todo lugar y en todo momento, contarnos entre quienes prefieren ser perseguidos que perseguidores: al perseguido le queda la esperanza de la fuga y la ilusión del refugio; el perseguidor está privado de toda esperanza. (Advierto las objeciones posibles y me pregunto si alguien es capaz de sostener que hubiera sido mejor ser un nazi que una de sus víctimas: quien responda afirmativamente merece ser considerado tal).

Estaba bien filiarse sin jactancia en la genealogía de la admiración, aquella cuyos nombres son parte principal del proyecto civilizatorio del Occidente moderno. Nuestros amigos veían a través nuestro esa historia, esa tradición, esa vocación que, sin decirlo (aunque, reconozcámoslo, no sin cierta vanidad), queríamos encarnar y continuar.

Eso ya no es posible: los crímenes que comete hoy, ahora mismo, en el instante en que escribo esto, en que usted lo lee, los crímenes que está cometiendo Netanyahu en nombre de lo que llama el Estado judío, y que cobarde, abyectamente, defienden tantos invocando el judaísmo en lugar de la razón de Estado, esos crímenes serán, también, puestos en nuestra cuenta. No por ello vamos a justificarlos, no por ello vamos a ser parte de su comisión, no por ello vamos a dejar de denunciarlos como lo que son: crímenes abyectos y aberrantes.

Hacerlo no nos reconciliará con quienes nos hagan cargo del horror en Gaza, y sumará el desprecio de quienes se enorgullecen de ese horror. Pero decir en voz alta que esos crímenes no se cometen en mi nombre, en nuestro nombre, es el único modo de seguir siendo judío, un judío a la vez silencioso y orgulloso, un judío educado para decir: no, eso no, eso nunca.

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