Los tanques de Jehová
Los radicales de la ortodoxia religiosa y de la extrema derecha israelí fundan en la Biblia la legitimidad de sus proyectos genocidas


Los organizadores de matanzas tienen una peculiar inclinación a la poesía. Mientras algunos de ellos planifican despliegues de tropas y armamentos delante de sus mapas enormes, según hemos visto en el cine, hay otros que se dedican a la tarea de buscar nombres sugestivos para sus operaciones militares, o para las armas más letales que emplean en ellas. Es un trabajo que requiere cierta preparación y sensibilidad literaria, casi siempre destinada a un injusto anonimato. Sabemos los nombres de los científicos que construyeron en el desierto de Los Álamos la primera bomba atómica, pero no el de quien bautizó las que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki: la primera se llamaba Niño Pequeño; la segunda, Hombre Gordo. En la primera guerra del Golfo tuvimos el timbre épico de la Operación Tormenta del Desierto, que alternó al principio con Escudo del Desierto, como en los tanteos del primer borrador de un poema. Después del 11-S vino la Operación Justicia Infinita, tan infinita que algunas de sus víctimas siguen presas y en espera de juicio en las jaulas de Guantánamo. La invasión de Irak en 2003 empezó llamándose Nuevo Amanecer, hasta que el desastre de los años siguientes debió de dejar sin palabras a los inventores más vocacionales de eufemismos.
A causa de estas aficiones superfluas me he fijado en el nombre que el Ejército israelí ha dado a la nueva fase en su plan de exterminio de la población inerme de Gaza. Se llama Operación Carros de Gedeón. Los militares israelíes acuden a referencias poéticas y bíblicas quizás más sofisticadas que las de Estados Unidos. Tienen un misil que se llama Gabriel, por el arcángel, y a lo largo de los años han recurrido a nombres tan evocadores como Operación Arcoíris entre las Nubes, Operación Cielo Azul, Operación Hojas de Olivo, ninguno de los cuales da indicios de los muertos y las ruinas que han provocado. Bien es verdad que hay otras más alarmantes, como Operación Plomo Fundido, o la aterradora Operación Ira de Dios.
Como también soy aficionado a leer la Biblia, he buscado el rastro de Gedeón en el Antiguo Testamento, en el libro de los Jueces, y eso me ha llevado de vuelta al Éxodo y al libro de Josué, y me he quedado sobrecogido. No recordaba una violencia tan obscena, una persistencia inflexible en la aniquilación del enemigo, bajo las órdenes directas de Jehová. Es en esos libros de la Biblia donde los radicales de la ortodoxia religiosa y de la extrema derecha israelí fundan la legitimidad de sus proyectos genocidas: “Yo enviaré mi terror delante de ti y haré atónito a todo pueblo donde tú entrares, y te daré la cerviz de todos tus enemigos”, le dice Jehová a Moisés cuando se dispone a encaminarse hacia la Tierra Prometida.
Muerto Moisés, Josué continúa la campaña invasora contra los pueblos que no disfrutan del favor divino: “… Y destruyeron todo lo que había en la villa, hombres y mujeres, mozos y viejos, hasta los bueyes y ovejas y asnos, a filo de espada…“. “Y quemaron a fuego la ciudad y todo lo que estaba en ella, solamente pusieron en el tesoro de la casa de Jehová el oro y la plata, los vasos de metal y de hierro”. Una vez culminada la matanza, “Josué juró, diciendo: Maldito sea delante de Jehová el hombre que se levantare y reedificare esta ciudad de Jericó”. Con pequeñas modificaciones topográficas, son palabras que bien podría repetir cualquier ministro de Netanyahu, y me temo también que tristemente una parte mayoritaria de la población de Israel, empezando por el presidente del Estado, que declaró sin pestañear que en Gaza no hay inocentes: “Y cuando los israelitas acabaron de matar a todos los moradores de Hai en el campo, en el desierto, donde los habían perseguido, y que todos habían caído al filo de la espada hasta ser consumidos, todos los israelitas se tornaron a Hai y también la pusieron a cuchillo… y saquearon para sí las bestias y los despojos de la ciudad, conforme a la palabra de Jehová”. En caso necesario, hasta los astros se detienen por designio divino para que la llegada de la noche no imponga una tregua: “Y el Sol se detuvo y la Luna se paró hasta tanto que la gente se vengó de sus enemigos… Y nunca fue tal día antes ni después de aquel, porque Jehová peleaba por Israel”.
El castellano temible de tan expresivo que estoy citando es el de La Biblia del Oso, traducida durante 12 años y publicada en Amberes en 1569 por el fraile luterano y fugitivo Casiodoro de Reina, que fue quemado en efigie por la Inquisición, y lo habría sido en carne viva de no escapar a tiempo de la España de Felipe II. Los protestantes siguen usándola todavía, y puede comprarse en la Sociedad Bíblica Española, en una versión bastante corregida y modernizada, que, sin embargo, no pierde su belleza fulgurante, la de un idioma en plenitud que ha de tensarse al máximo para transmitir el poderío del original, que pasa de lo bárbaro a lo visionario y lo sensual, y que abarca desde la exaltación sanguinaria inspirada por un Jehová sin compasión hasta la templanza compasiva de muchos pasajes de los Evangelios, incluyendo también el radicalismo ético de los profetas, y la vehemencia erótica del Cantar de los Cantares.
La Biblia de Casiodoro de Reina es la cumbre invisible de la literatura en español, la obra maestra desconocida que habría podido ser tan fértil como La Celestina o Don Quijote de la Mancha. Leyéndola a la luz siniestra de estos tiempos uno piensa inevitablemente en el delirio vengativo que se ha apoderado de Israel, con la complicidad de Estados Unidos y Alemania, y el fervor de los extremistas evangélicos de Estados Unidos, que quieren leer en sentido literal cada llamada a la ley del Talión y a la espera del Apocalipsis. También se pregunta uno dónde quedan otras corrientes de la tradición judía, muchas de las cuales se prolongaron en lo mejor del cristianismo, el rigor ético, la solidaridad con el débil, el extranjero y el perseguido, la santificación de lo cotidiano, la voluntad escrupulosa de no hacer daño. “Apedrearlos has con piedras y morirán”, decreta la ley de Moisés como castigo del adulterio. En el Evangelio de san Juan, Cristo desafía a los que se disponen a lapidar a la mujer adúltera: “El que de vosotros es sin pecado arroje contra ella la piedra el primero”. Nada más decir esas palabras rotundas, Cristo parece que se desentiende de su alrededor: “Y volviéndose a abajar escrebía en tierra”. Cuando levanta los ojos, la multitud de los acusadores ha desaparecido: “Y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio”.
En la cultura judía, el justo es el que hace el bien resistiendo la inercia colectiva de la iniquidad, y sus actos personales cobran una grandeza secreta: “Tuve hambre y dístesme de comer, tuve sed y dístesme de beber, fui huésped y recogistesme”. No importa lo limitado de la capacidad de cada uno: “Quien salva una vida salva a la humanidad”. Hasta el colérico Jehová está dispuesto a salvar a Sodoma de la inmediata destrucción si Abraham consigue encontrar en ella al menos a 10 justos. “Nunca tal hagas”, se atreve a decirle Abraham, “que hagas morir al justo con el impío. ¿El juez de toda la tierra no ha de hacer derecho?“. Según la leyenda judía, cada generación se salva de ser aniquilada gracias a que en ella hay 36 justos que ejercen tan en secreto su bondad que nadie los conoce y ni siquiera ellos saben que lo son. Si hay algo de justicia en el mundo, Netanyahu y sus secuaces se sentarán algún día junto a los dirigentes de Hamás delante del Tribunal de La Haya, y tendrán que responder de crímenes contra la humanidad. La pregunta es si queda en Israel el número necesario de justos para que el país entero no acabe de hundirse en una irreversible vergüenza moral.
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