Alemania ante Israel: de la culpabilidad a la complicidad
Pagar la deuda nazi con un silencio cómplice ante el exterminio de decenas de miles de civiles en Gaza resulta monstruoso


La memoria anclada sobre la culpabilidad como identidad de Estado puede derivar en un callejón sin salida en la vida de una nación. Es el caso de Alemania, que afronta desde su identidad el genocidio cometido sobre los judíos europeos y sus repercusiones en las relaciones con el Estado israelí. El nazismo, reconocido como el Mal absoluto, ha hilvanado una forma de culpabilidad de destino en su identidad y, desde luego, una deuda con el mundo judío en general y con Israel en particular. Es una suerte de fatum específicamente germánico, irrevocable e intangible. Pero si la irrevocabilidad de la deuda es una seña distintiva de la grandeza de la Alemania democrática, la intangibilidad, en cambio, condicionada por los avatares de la historia, es mucho más difícil de gestionar. En otras palabras: ¿cómo y qué responder cuando el acreedor de la deuda deviene en vector de un nuevo Mal extremo, aunque no comparable al Holocausto como crimen único e inimaginable?
Esta es precisamente la asignatura pendiente a la que se enfrenta Alemania hoy en su relación con el Estado israelí, que practica sobre la población civil de Gaza una política de terror, humillación y muerte que, según la ONU, comparte características del crimen de genocidio. Es un paroxismo de venganza, de rapacidad colonial, de brutalidad, que toma como pretexto los asesinatos perpetrados por Hamás, que también será responsable ante la historia de esta tragedia. Ahora bien, el veto por parte de Alemania de cualquier decisión común europea para condenar esta masacre israelí no solo hace de Europa, también víctima del nazismo, una entidad corresponsable del pasado sombrío de Alemania, sino que impide a los europeos dotarse de una identidad independiente tanto frente al exterior como respecto a la memoria interna de cada uno de ellos. Dicho de otra manera, si Alemania es rehén de su pasado con Israel y los judíos, su silencio hará también rehén a Europa de ese mismo pasado. Atrapada en su propia memoria culpable con Israel, está paralizando el semblante de una Unión Europea cuya vocación es estar al servicio de los derechos humanos y ser adversaria de cualquier forma de crimen contra la humanidad. Y es ahora o nunca cuando Europa tiene que afirmar esta vocación, porque no se puede limitar a ser mero testigo de la historia, ni tampoco soportar sobre su conciencia haber apoyado con el silencio el terror sembrado por el ejército de Benjamín Netanyahu en Gaza y en todos los territorios ocupados.
Tal vez por ello los dirigentes alemanes se sienten perturbados, incluso avergonzados, no se sabe: mientras que el canciller Friedrich Mertz exige a Netanyahu que autorice la entrada de alimentos en Gaza para combatir la hambruna que este ha provocado deliberadamente, el ministro de Asuntos Exteriores germano, Johann Wadephul, reitera el suministro de armas ¡para garantizar la “seguridad” de Israel! Uno invoca la compasión hacia un pueblo y otro suministra balas para su exterminio: si la deuda se paga a este precio, cabría preguntar qué hay de racional y de patológico en la actitud alemana.
La cuestión trasciende la geopolítica y la razón de Estado. Se trata de un juicio moral que pone en juego la idea misma de humanidad, y afecta de lleno tanto a Alemania como a Israel: pagar la deuda nazi con un silencio cómplice ante el exterminio de decenas de miles de civiles, como hace hoy el Gobierno alemán, es, de hecho, realmente monstruoso, y tampoco tiene la virtualidad de perdonar el pasado. No significa eso que Alemania reanude su pasado culpable, sino que su concepción de la culpabilidad de Estado paraliza su juicio moral ante lo que se está cometiendo en Gaza. Supone una deriva ética inexcusable desde el punto de vista del humanismo más elemental.
Por supuesto, Alemania no comparte en absoluto la declaración de algunos generales israelíes que consideran a los palestinos como “animales”. Por tanto, es claro que su deuda no es un cheque en blanco, ni una licencia para masacrar; se salda, no sólo reparando el perjuicio moral causado al pueblo judío, sino convirtiéndola en una puerta permanentemente abierta hacia la justicia universal: porque es también un deber con la comunidad humana mundial impedir nuevos genocidios. Es, pues, una obligación de diligencia debida universal, que involucra a todos los Estados, también al israelí. El país de Wolfgang Goethe, de Heinrich Heine y de Thomas Mann (no de Hitler y Goebbels) no puede permitirse, por tanto, cerrar los ojos ante lo intolerable. Tiene en sus manos condenar los genocidios en cualquier lugar del mundo; es su papel sagrado con respecto a la humanidad. Incluso cuando sabe que será tachado demagógicamente de antisemita por Netanyahu si objeta sus prácticas criminales.
Una cosa es segura ahora: ante su silencio cómplice, Alemania no saldrá moralmente indemne de este desafío a su identidad. Se le recordará. En cuanto al Estado de Israel, el coste en términos de identidad y de posicionamiento ético, debido a que es heredero del genocidio, será en adelante grave, pesado, y acabará finalmente con su excepcionalidad histórica. Hannah Arendt ayer afirmaba “la banalidad del mal” a través del juicio de Adolf Eichmann, y hoy es Netanyahu (no el pueblo israelí ni los judíos) quien encarna esta figura del horror banalizado. Ha abierto, respaldado por la autorización de matar que le ha otorgado Donald Trump, una vía a la reprobación mundial de su país; en pocos meses ha logrado socavar parte del crédito del martirologio judío.
Lamentablemente, el nauseabundo auge del antijudaísmo no puede separarse de la alianza apocalíptica entre el dirigente israelí y los integristas religiosos. ¿Qué legitimidad simbólica tendrán los israelíes para recordar el genocidio del que fueron víctimas cuando su ejército es hoy verdugo del pueblo palestino? En este mismo momento se está cometiendo un terrible e impune crimen ante nuestros ojos. No podremos decir esta vez que “no lo sabíamos”. Lo vemos. Lo sabemos. Europa no puede asumir las contradicciones de la culpabilidad alemana, porque es más que Alemania. Debe tomar posición y condenar firmemente el intento de destrucción del pueblo palestino. ¿Cuántas decenas de miles de cadáveres de niños, mujeres y hombres serán necesarios para que Alemania, por fin, abra los ojos? A esta pregunta, el tribunal moral de la Historia contestará un día u otro.
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