¿A quién pertenece el ratón Mickey?
La propiedad intelectual se enfrenta con la inteligencia artificial a unos desafíos que ni el mejor crítico había previsto


Varias generaciones de nativos digitales se han criado en la doctrina ardorosa de que la propiedad intelectual era una estafa. Lo que querían decir, sospecho, es que la propiedad intelectual suponía un obstáculo para su objetivo de piratear toda la producción cultural que les diera la gana. Recuerdo que un admirador de Extremoduro llamó a una radio donde estaban entrevistando a Robe Iniesta, el líder de la banda, para defender su derecho a bajarse gratis total todas las canciones que el grupo había sacado desde que Robe lo fundó, y que Robe se agarró un rebote antológico: “Pues entonces va a hacer música tu madre” (he suprimido el epíteto).
España, por cierto, ha sido un líder mundial del robo descarado de la producción cultural, lo que tal vez explique que nos pasemos el día rememorando a músicos octogenarios. La violación sistemática de la propiedad intelectual es culpable de que se haya perdido un montón de talento joven. Mi colega Diego A. Manrique, que acaba de publicar El mejor oficio del mundo en la editorial Efe Eme, se ha desgañitado durante décadas en una lucha tenaz contra el magma oscuro de la piratería, pero nadie le ha hecho ni caso. Los nativos digitales prefieren informarse por sus cámaras de eco, esas redes sociales por donde los cuñados se pasean crudos.
Ese daño ya está hecho y no tiene arreglo, pero la propiedad intelectual se enfrenta ahora a unos desafíos espantosos que ni el mejor crítico musical había previsto. Dos de los mayores estudios cinematográficos de nuestro tiempo, Disney y Universal, han emprendido una guerra judicial contra la firma de inteligencia artificial (IA) Midjourney por haber utilizado sus creaciones para entrenar a unos modelos de IA que ahora pretenden competir con ellos en el mercado. Aquí ya no estamos hablando de una pequeña banda de rock cabreada con un pirata de pueblo, sino de unas empresas que manejan un maldito montón de pasta y que, por tanto, contratan a unos despachos de abogados cuyos colmillos afilados congelan la sangre solo con imaginarlos. Francamente, yo no querría estar en el pellejo de Midjourney. No al menos en este momento.
Midjourney, que se presenta como un “laboratorio de investigación independiente que explora nuevos medios de pensamiento y expande el poder imaginativo de la especie humana”, nada menos, se dedica en realidad a generar imágenes mediante una IA entrenada con material gráfico de los grandes estudios, y ese material está protegido por las leyes de propiedad intelectual. Según los demandantes, las imágenes generadas por Midjourney, que ya tiene 20 millones de usuarios, “incorporan y copian descaradamente los famosos personajes de Disney y Universal”.
Es el mismo tipo de argumento que ha utilizado The New York Times para demandar a los gigantes de Silicon Valley: que han entrenado sus sistemas con millones de artículos del periódico sin pagar un penique y ahora pretenden competir con él en el mercado. La cuestión es seria y profunda. ¿A quién pertenece el ratón Mickey? ¿A un dibujante llamado Walt Disney o a un informático que se ha aprovechado de su talento creador? Y peor aún: si la IA que imita a Walt Disney nos deja sin los equivalentes actuales de Walt Disney, ¿alguien piensa que saldríamos ganando con el cambio? Estrangular el futuro de los creadores jóvenes no parece una gran idea, ¿verdad? ¿Qué tienen que decir los cuñados digitales sobre esto? ¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
Disney no es Santa Úrsula. El año pasado ingresó 91.000 millones de dólares, y lo que pretende con su acción legal no es beneficiar a la humanidad, sino cobrar a Midjourney parte de la pasta que, según sus abogados, le ha levantado en concepto de derechos de autor. Pero si algún chaval con talento se acaba beneficiando de ello, habrá merecido la pena.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.