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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Daniel Ortega contra los nicaragüenses

El autoritario líder sandinista se afana el convertir a sus críticos en exiliados perpetuos al despojarlos de su nacionalidad

Nicaragüenses exiliados en Costa Rica recuerdan la denominada 'Masacre del Día de las Madres', una marcha opositora que terminó con ataques armados que dejaron 22 muertos hace siete años.
El País

La maquinaria represiva del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo no se detiene. Tras años de persecución política, encarcelamientos arbitrarios, exilios forzados y censura total de los medios de comunicación, el Gobierno nicaragüense ha abierto una nueva fase en su deriva dictatorial: la creación sistemática de apátridas de facto. Es la última frontera de una estrategia de control absoluto que convierte la nacionalidad, un derecho, en un instrumento de castigo político. El reciente caso de activistas que han sido despojados de su nacionalidad pese a haber nacido en Nicaragua es solo el último ejemplo de un patrón cada vez más extendido; antes fueron opositores, defensores de derechos humanos o periodistas. A la misma situación se enfrentan más de 300 personas que han sido despojadas de su ciudadanía y declaradas “traidoras a la patria”, en un lenguaje que recuerda las prácticas más sombrías del autoritarismo latinoamericano.

El régimen ha ido afinando este mecanismo desde 2023, cuando expulsó del país a 222 presos políticos —periodistas, activistas, líderes campesinos y religiosos—, despojándolos simultáneamente de su nacionalidad. En lugar de un gesto humanitario, la excarcelación masiva fue una jugada cínica: convertir a los críticos en exiliados perpetuos, sin patria ni derechos. Es una práctica que trasciende la represión clásica y entra en el terreno del castigo existencial. El Gobierno de España, en un gesto de solidaridad que se celebró a nivel mundial, otorgó la nacionalidad a los cientos de nicaragüenses que quedaron en el limbo ante la arremetida del dictador.

La deriva, sin embargo, no termina ahí. Daniel Ortega lanzó el lunes por la noche una amenaza a todo el cuerpo diplomático acreditado en Managua, dejando claro que cualquier pronunciamiento sobre política interna les costará la expulsión inmediata. Mientras tanto, la comunidad internacional asiste con una mezcla de impotencia y resignación. Las sanciones económicas y diplomáticas han tenido escaso efecto frente a un régimen que ha encontrado respaldo en sus alianzas con otras autocracias y que ha convertido el aparato estatal en una estructura de poder familiar. La represión no es solo política, es sistémica.

Nicaragua vive un proceso sostenido de demolición institucional. La separación de poderes, el pluralismo, las libertades fundamentales, todo ha sido erosionado por el afán de control de una pareja presidencial que gobierna con puño de hierro y culto a la personalidad. El país centroamericano, que una vez fue símbolo de esperanza para la izquierda latinoamericana, se ha convertido en un laboratorio de autoritarismo y en una advertencia para la región.

La normalización del régimen de Ortega y Murillo no puede convertirse en una forma tácita de complicidad. Defender los derechos humanos en Nicaragua es también defender la dignidad de nuestras democracias.

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