La belleza de la rebeldía
Hay algo atractivo en quien rompe la querencia de la manada política


Un no a tiempo es una preciosa cláusula de resistencia. Cada vez que decimos que no a algo, afirmamos nuestra posición en el mundo y trazamos la frontera donde empieza nuestra subjetividad. Somos en la medida en que podemos oponernos, y la capacidad de negación es uno de los rasgos esenciales de nuestra agencia moral. Sócrates fabuló con un daimon que le susurraba lo que no debía hacer, y la voz de la conciencia, casi siempre, se ha figurado como una suerte de límite.
La opción de decir que no preserva un extra de dignidad. Por eso, en sede clásica, se acuñó aquella sentencia certera: Etiam si omnes, ego non. Lo que equivaldría a decir: “Aunque todos lo hagan, yo no”. Impugnar la inercia del grupo o enfrentarse a lo que Nietzsche denominó la moral de rebaño es, en muchas ocasiones, la última audacia con la que podemos proteger nuestras convicciones. Y esta es una prueba a la que todos estaremos expuestos alguna vez. En todas las biografías, en algún momento, tendremos que enfrentarnos a este dilema: o asumimos la tendencia del grupo, generalmente orientada por instrucciones de algún superior, o nos atalonamos y afianzamos nuestros principios.
En el PSOE de Extremadura, hasta cinco personas se han apartado con mansedumbre para conseguir aforar a tiempo al líder, Miguel Ángel Gallardo. La súbita coordinación de subalternos dispuestos a tirar la chaqueta al charco para que pase el jefe se ha travestido, otra vez, como una suerte de lealtad al partido. Algún día, nuestros representantes deberían asumir que el compromiso debido no se adquiere con quien mande en unas siglas, sino con los valores que estas inspiran. Y nadie se lleve a engaño: cada vez que un político rinde su voluntad al dictado del que manda, no lo hace por lealtad, sino por un puro y sonrojante interés propio.
Por eso, hay algo bello en quien rompe la querencia de la manada. Todavía recuerdo los solitarios pasos de Pablo Montesinos tras Pablo Casado, mientras sus hoy sonrientes compañeros de bancada le sacaban lustre a la navaja, aún goteante. Me acuerdo de la autonomía de Carmen Calvo o de la dignidad de Teresa Rodríguez. O de aquel Lambán que optó por no votar la amnistía porque prefirió respetar su palabra antes que acatar la instrucción injusta. O de Ángel Gavilán, quien, con elegancia y discreción, acaba de dimitir de su cargo como director general de Economía del Banco de España. Y reconozco que me gustan estos tipos. Los admiro porque creo que Camus tenía razón: el hombre —o la mujer— rebelde es aquel que dice no.
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