Siempre contra la barbarie
Isaac Bashevis Singer, te leo hoy buscando respuestas, pero tus personajes hablan por sí mismos. ¿Qué pensarías de lo que está pasando en Gaza?


Isaac, hijo del rabino Pinkhas y de Betsabé. Isaac, nacido en Polonia en 1902. Quisiste agradar a tu padre y comenzaste a estudiar en la yeshiva, pero te arrastró tu carácter escéptico y el ejemplo de tu hermano, Israel Yoshua, que desde muy joven te inculcó el amor por la literatura. Isaac, discípulo por supuesto de Spinoza, lector de Dostoievski, de Chéjov, también de Thomas Mann al que tradujiste a una lengua casi extinta. Elegiste el yidis para expresarte porque se escribe en la que se sueña. También porque, decías, el yidis es el idioma en el que hay más palabras para nombrar a un pobre y porque carece de vocabulario para decir armas, municiones, ejercicios militares, tácticas de guerra.
Presentiste el fin del mundo en el que habías nacido, el de los judíos pobres de Polonia, y emigraste a América, apoyado por Yoshua, que te ayudó a sobrevivir escribiendo artículos de curiosidades en un periódico yidis. Nueva York fue el territorio en el que se movían tus personajes, elocuentes, carentes de paz de espíritu, que habían dejado atrás un mundo poblado de cadáveres y trataban de sobrevivir en tierra extraña. Escribías lo que escuchabas en las cafeterías en las que en torno a una sopa se reunía una intelectualidad sin patria. Allí escuchabas, tímido, incapaz aún de responder a los requiebros de las actrices de los teatros yidis que te consideraban atractivo, bloqueado literariamente en los primeros tiempos neoyorquinos por no encontrar palabras para nombrar el nuevo mundo. Eras el joven prometedor y peculiar. Eras un extraño destilado de fe y duda, de tradición y modernidad, de espiritualidad y lujuria. Tus mujeres hablan y hablan. Algunas perdieron a los hijos en los campos y coquetean con gentiles soñando con una suerte de renacimiento, ya no atienden a cuestiones morales y se entregan a los placeres inmediatos para olvidar. Pero eso es imposible y por las noches se les aparecen sus muertos. Las conocemos porque llenaste tu literatura de su dolor incesante.
Tu hermano te había aconsejado: los hechos nunca envejecen; los comentarios, sí. Y su perspicaz regla alumbró toda tu obra, hizo que aún hoy sigamos leyéndoles a nuestros niños tus cuentos humorísticos, que vibremos con Sombras sobre el Hudson, con Enemigos: una historia de amor o con este recién reeditado Un amigo de Kafka, que tengo en las manos como un tesoro. Eras el hombre que no quería hacerle daño a una mosca, por eso abrazaste el vegetarianismo y cuando te preguntaban si era por razones de salud, contestabas: “Por la salud de los pollos”. Eras el hombre devorado por la culpa, eras el pesimista que, a pesar de la violencia humana, pensabas que siempre hay algo en la vida que nos empuja a no querer perderla.
Bashevis Singer, te leo hoy buscando respuestas pero tus personajes hablan por sí mismos, como si no hubiera un novelista dictándoles al oído: “Los poderes que gobiernan la historia nos habían devuelto a la tierra de nuestros ancestros, pero ya la habíamos mancillado con actos abominables”. Así se expresa en El Mentor un escritor ya afamado que visita Israel en los sesenta y se reencuentra con una alumna que brilló en su juventud y que ha perdido el rumbo en la madurez.
Bashevis Singer, tú que recibiste el Nobel como un reconocimiento a “una lengua de exilio, sin territorio, sin fronteras, sin el aval de Gobierno alguno”, tú que te creaste un misticismo privado y que afirmabas que un Dios compasivo y bondadoso jamás se comportaría así con sus hijos, tú que abominaste de todos los ismos que fanatizaron a la gente en el feroz siglo XX, ¿qué pensarías ahora de un Gobierno que se escuda en el antisemitismo y en la sagrada tragedia del Holocausto para matar a niños bajo las bombas y de hambre y frío? ¿Alzarías la voz para acallar la de quienes en nombre de una religión siembran la tierra de muertos? Te leo y siento tu voz clara siempre contra la barbarie.
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