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TRIBUNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Éramos ellos

Hace décadas, nosotros fuimos los peones, los temporeros, los exiliados, los emigrantes. Pero no lo recordamos

Varios temporeros dormían el pasado verano en la estación de autobuses de Fraga (Huesca), en una foto tomada por CC OO.
Paco Cerdà

La mujer llora. Se llama Rosa. Tiene el pelo gris. Llega con la mirada gacha, retraído el mentón. Ha esperado hasta el final de la cola para contarme en susurros que su padre y su tío viajaron en el Stanbrook, el barco de la derrota y las esperanzas, aquel buque mercante que cargó desde el puerto de Alicante hasta Orán al último reducto de la resistencia republicana en la primavera amarga del 39. Le gustaría que en la dedicatoria figurasen sus nombres. Los nombres de dos de aquellos 2.638 hombres, mujeres, niños, mutilados de guerra evacuados de los hospitales, soldados llegados desde el frente, andrajos humanos revestidos de dignidad; toda aquella gente cargada con fardos, bolsas, líos, pañuelos y maletas, todos ellos envueltos por los gritos y el hambre y el miedo que tiñen el final de una guerra.

Para mí eran Historia; para Rosa son su vida. Su padre, su tío.

La mujer se excusa por la emoción. Sus ojos cuentan más que mil páginas de libro. Son la herencia de aquel exilio español que desembarcó en el norte de África al acabar la Guerra Civil. Más de 13.000 personas que escapaban de un paredón posible o de una celda probable y que terminaron en campos de concentración, de trabajo forzado o de castigo en remotos lugares de Argelia, Marruecos o Túnez. El mundo de ayer.

Dice Juan Valbuena que la gente pobre no deja apenas rastro. Un nombre en un listado, una carta familiar, una fotografía desleída, unos dibujos en el reverso de un calendario, un juguete de madera del niño; una bandera roja amarilla y morada bien plegada hasta el siguiente 14 de abril. Lo cuenta en la exposición Del éxodo y del viento, una narración visual y sentimental sobre el exilio español en el Magreb entre 1939 y 1962.

Entonces íbamos nosotros.

Aquella otra mujer, hace menos tiempo, no lloraba. Solo apretaba los dientes. El viaje era otro: el de los temporeros españoles por media Europa. Ya casi no había miedo ni hambre, pero sí incertidumbre y apreturas entre las clases trabajadoras de la España franquista. Era una noche con luna de los años sesenta, y su tren cruzaba los Pirineos. En el vagón no sonaban los Beatles. Si acaso ya se oía lo que vendría: las órdenes del capataz en un campo de Francia para hacer la larga vendimia. A obedecer, a cumplir, a ganarse la vida a destajo. A eso iba Carmen con su familia. Me lo cuenta mi tía y lo completa la exposición Huir de la miseria, una radiografía sobre los temporeros españoles que migraban para trabajar cuando el franco podía más que Franco. Más de cien mil temporeros españoles salían cada año de pueblos como el mío. Una historia olvidada por nuestra amnesia colectiva, tan propia de los nuevos ricos. Una historia, rescatada por el profesor Sergio Molina, que estaba llena de engaños, penurias, noches al raso, jergones en almacenes, soledades de domingo, fincas grandes, idioma desconocido y toda la explotación laboral que era capaz de soportar la necesidad cuando la palabra ahorro era más común que préstamo o hipoteca. Una historia —¿hay otra?— de patronos y peones.

Hace unas semanas, liberaron en Sagunt a nueve temporeros de distintas nacionalidades y una misma patria —la miseria— que eran obligados a trabajar en jornadas interminables por un salario insultante y que eran mantenidos en condiciones infrahumanas en un hotel abandonado.

No hace mucho, los peones éramos nosotros. Pero no lo recordamos. Quizá porque hay un punto ciego en nuestra memoria colectiva. Punto ciego: la metáfora es de Santi Donaire, un fotógrafo andaluz que se ha pasado más de siete años documentando con su cámara las exhumaciones del cementerio de Paterna, paredón de la España de posguerra. En su tétrico muro siguen los agujeros de las balas. Donaire se ha dedicado a mirar la dureza y la emoción del proceso de localizar, exhumar, identificar, entregar a las familias y enterrar los restos de tantos represaliados engullidos por el olvido oficial. Ese silencio —ese punto ciego de nuestra historia, ese baúl de silencios y miedo— fue rellenado con olvido para intentar taponar una herida que aún chorrea. Una ausencia en nuestro relato. Un punto ciego. Fuimos nosotros, aunque no lo queramos ver.

También éramos nosotros los temporeros, los exiliados, los emigrantes. Ahora que el Congreso va a debatir la regularización de casi medio millón de personas extranjeras que viven en España sin papeles, personas que trabajan y que nos hacen la vendimia en los campos y en las casas, con nuestros mayores y con nuestros paquetes de reparto, en las cocinas de los bares y en las habitaciones de hotel, estaría bien recordar que hace poco éramos ellos. Y que el tren era oscuro y hacía frío al llegar. O que el barco iba hacinado y solo había viento al llegar.

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