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Tribuna
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Cuidar de Europa para mejorarla

Tenemos el deber político de luchar a diario por el proyecto europeo. Es una herencia para los que la habitan y un horizonte de convivencia con el que todo el mundo tiene derecho a soñar

Manifestación por Europa en la Plaza Callao en Madrid.
María Eugenia Rodríguez Palop

Uno de los momentos más críticos que viví como eurodiputada fue la salida del Reino Unido de la Unión Europea. En mi primer pleno en Estrasburgo, cuando una orquesta tocaba el himno de la alegría, decenas de diputados portaban camisetas con una inscripción en grandes letras que decía: BREXIT.

Es difícil eludir las críticas a la Unión Europea. Su política de defensa, su política exterior, comercial o migratoria, siempre fueron muy mejorables y es evidente que lo son todavía. El Parlamento sufre un grave déficit de legitimidad democrática porque no existen las listas transnacionales y carece de iniciativa legislativa; la Comisión es un cuerpo heterogéneo y voluble; el Consejo tiene un peso excesivo y puede ser muy ineficiente… Falta presencia popular en las instituciones. Sin embargo, el Brexit respondía a un abrupto giro de guión que muchos vivieron como un angustioso salto al vacío.

Aún con dudas y cautelas, para mí fue siempre un honor trabajar en el Parlamento Europeo. Legislar para millones de personas tan diversas, procedentes, entonces, de 28 Estados, era una oportunidad para mejorar la vida de los más vulnerables, de los trabajadores y las trabajadoras, de las mujeres y las niñas, de las personas LGTBIQ, migrantes, asiladas y refugiadas, personas con discapacidad. Algo a lo que había dedicado años de estudio e investigación en la Universidad. Veníamos de los recortes, los años oscuros de la Troika, la guerra en Siria y el cierre de fronteras. El horizonte era entonces el de fortalecer el Pilar Social Europeo, luchar contra la Europa fortaleza, avanzar en favor de la profundización democrática y la justicia socio-ambiental.

En un mundo en el que, como decía Ferrajoli, el Estado es demasiado grande para las cosas pequeñas y demasiado pequeño para las cosas grandes, solo cabe pensar en diferentes instancias coordinadas para gestionar los problemas. Ya no hay una única administración que tenga el monopolio de todas las soluciones; ninguna, por sí sola, tiene la medida adecuada para abordar lo que nos urge abordar. Por eso, me suscitaba tanta perplejidad el Brexit. Y por eso, me sorprende que todavía hoy haya quien pretenda volver a una fórmula tan decimonónica y retardataria como la del Estado-nación.

Después llegaron muchas otras cosas: la pandemia, que sorprendentemente nos hizo mejores, la invasión de Ucrania, el genocidio en Gaza, el ascenso de la extrema derecha y la victoria de Trump… que nos ha hecho peores. Hay incertidumbre y miedo, y no falta quien saca rédito de eso.

Europa puede ser un Titanic, como pretenden algunos, y quizá nos acechan malos tiempos. Quizá vamos ralentizados en una carrera contrarreloj que se antoja voraz y despiadada. Puede que nos hayamos quedado pequeños frente a la supuesta grandeza de EE UU o China. Es posible que nuestro futuro se dibuje hoy más oscuro que ayer… Y es obvio que no logramos estar a la altura de nuestros propios principios. Pero lo cierto es que aún no hemos chocado contra ningún iceberg y Europa todavía puede ofrecernos garantías inimaginables para quienes naufragan a diario en nuestras costas o en nuestros muros.

Europa merece la pena. Es un gran proyecto que tenemos el deber moral y político de mejorar y de cuidar. Una herencia para todos los que la habitan y un horizonte con el que todo el mundo tiene derecho a soñar.

En fin, puede que haya una gran amenaza en marcha, pero nada está escrito. Somos nosotros y nosotras quienes escribimos nuestra propia historia. Aún estamos a tiempo de no ser esa generación que vivió mejor que sus padres y que sus hijos. Tenemos que tejer y fortalecer los vínculos que nos unen, aprendiendo de quienes nos precedieron y abriendo ventanas al futuro, con convicción y firmeza.

Nos espera la Europa del pluralismo ideológico, político y religioso; la Europa atea, cristiana, católica, musulmana, evangelista o budista; la de los trabajadores y trabajadoras, la de los autónomos y los empresarios, la de la lucha y la cohesión social; la Europa racializada y migrante… la que tiende la mano y acoge; la que ama a su manera, la de las mujeres y las madres, la de los niños y las niñas, acompañados o no, la que no discrimina… La Europa del diálogo y el compromiso con los derechos humanos que es, además, el mejor refugio; el único que nos puede proporcionar una paz estable y duradera.

Solo es seguro un lugar en el que no hacen falta armas, ni cerraduras ni candados. No hagamos de nuestra gran casa una fortaleza rodeada de fosos, con sicarios en las almenas y ciudadanías jerarquizadas. No olvidemos que una sociedad homogénea y cerrada es más triste, solitaria y vulnerable.

Hay una Europa posible, más diversa, democrática, social, feminista y verde. Y esa es la Europa que debemos aprender a desear y a defender.

La disputa sobre el proyecto europeo es hoy tan necesaria como ineludible y no puede zanjarse con posiciones rígidas y frases lapidarias. Definir ese proyecto con acierto y pelearlo a diario es, seguramente, una de las tareas más difíciles y relevantes de nuestro tiempo.

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