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LAS OTRAS VIDAS
Tribuna
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Dentro y fuera de Europa

Igual que nos toca defender lo ganado tenemos la responsabilidad de denunciar lo injusto y lo que desmiente nuestros propios ideales

Dentro y fuera de Europa. Antonio Muñoz Molina
Antonio Muñoz Molina

Llegar con cierto retraso a la condición de europeo tiene la ventaja de que uno nunca acaba de dar por supuesto lo que para muchos que llegaron más tarde es simplemente natural. Yo tenía 21 años y estaba muy politizado cuando dejé de ser súbdito y empecé a ser ciudadano en las elecciones de junio de 1977, y cumplí los 30 a los pocos días de que España entrara en la Unión Europea, en compañía de la querida Portugal, como dos alumnos nuevos que acaban de ingresar en un colegio de mucho prestigio en el que hasta muy poco antes no creyeron que pudieran ser nunca admitidos. En la vida las cosas que han tardado mucho y parecía que nunca fueran a ocurrir llegan a veces en avalancha: en mi caso, cumplir 30 años, volverme europeo de la noche a la mañana, publicar por primera vez una novela. Como cuando uno es joven no sabe lo joven que es, yo imaginaba que a los 30 años ya iba cayendo sobre uno la pesadumbre de la edad. Y casi me costaba más sentirme en el derecho a llamarme a mí mismo novelista que a llamarme europeo.

En ambos casos se trataba del cumplimiento de un sueño improbable. No muchos años antes, en ese crudo despertar al mundo que es la adolescencia, yo aspiraba a escapar de mi tierra con esa urgencia fugitiva que sentíamos los provincianos antes de que se inventara el confort de las identidades regionales. Aspiraba a irme con la misma inocencia y con la misma vocación con que me imaginaba siendo poeta, autor teatral, novelista, corresponsal en capitales extranjeras, reportero en alguna cordillera selvática en la que operase alguna guerrilla de liberación. Las fuentes con que contaba uno entonces eran limitadas: en este caso, un libro del periodista aventurero Enrique Meneses, que había seguido la pista de Fidel Castro en Sierra Maestra y había llegado a hacerse amigo suyo en vísperas del triunfo de la revolución cubana. Era la deriva política de un sueño literario más antiguo, el de los exploradores del corazón de África en el siglo XIX, sobre todo aquel Henry Morton Stanley que había logrado la exclusiva de encontrar al doctor Livingstone, perdido en los bosques del Congo. Yo no sabía que la aventura literaria era más que nada un panfleto colonialista, y que el heroico Stanley actuaba como agente venal del rey Leopoldo II de Bélgica, que en el nombre de la civilización y el progreso arrasó en pocas décadas el corazón del continente causando una mortandad de más de diez millones de personas.

No solo la vida estaba en otra parte, según el dictamen de Rimbaud: también la libertad, y la literatura. Ir al París de los literatos y de los prestigiosos expatriados o al Londres de la música pop y moverse con naturalidad por aquellas ciudades era una quimera semejante a la de escribir y publicar una novela. En esa época padecíamos un complejo colectivo de inferioridad y admirábamos a los extranjeros por el mismo hecho prestigioso de serlo, y a los varones nos gustaban más las chicas de otros países a causa de la leyenda de que todas eran rubias, altas y libres de prejuicios, y sobre todo por ese calificativo genérico que las envolvía como un aura dorada, “las extranjeras”. En mi ciudad natal vivíamos tan aislados del mundo exterior que podíamos reconocer a un forastero por la cara, aunque viniera de Baeza, que está a ocho kilómetros. Una tarde de verano iba hacia la huerta de mi padre, con un sombrero de paja, tirando del ronzal de un burro, y una pareja de extranjeros me indicó por gestos que me estuviera quieto, y me hicieron una foto, con el fondo del campanario de la iglesia de San Lorenzo, que estaba entonces cubierto de hiedra.

El exotismo es un atributo de los inferiores. Haber sido exótico y decorativo, figurante en un país de orientalismo barato —“Zoi andalú, cazi ná”, decía una de aquellas pegatinas execrables que se ponían en los cristales traseros de los coches—, es una experiencia que le deja a uno ciertos resabios e inseguridades para toda la vida. Cuando empecé a salir de España, con un pasaporte que había que mostrar mansamente en cada frontera, me dio la impresión de que los extranjeros de otros países se entendían bastante bien entre ellos, y que a nosotros nos miraban por encima, quizás porque no nos explicábamos con soltura en las lenguas que ellos compartían sin esfuerzo. Un extranjero hablando su propio idioma nos parecía admirable, dotado de una elocuencia que inmediatamente lo situaba por encima de nosotros. Años después, ya europeo y novelista, aunque llevando siempre por dentro la incertidumbre sobre una cosa y la otra, entré por primera vez a la estación de ferrocarril de Fráncfort, y al sentirme perdido en aquella confusa inmensidad, con indicaciones para mí incomprensibles en alemán resonando bajo las bóvedas de hierro, pensé de pronto en los emigrantes españoles, campesinos de la generación de mis padres y mis tíos, que llegaran allí en los primeros años sesenta, no persiguiendo quimeras literarias sino trabajo y algo de dignidad.

Le preguntaron a Gandhi qué opinión tenía de la civilización occidental, y él parece que contestó, quizás con una sonrisa desdentada y afable: “Sería una gran idea”. Quienes crecimos como súbditos en aquel país pobre, sometido y aislado podemos apreciar todo lo que hay de verdadero y tangible en la idea de Europa, y nos da miedo que otros más jóvenes no puedan apreciar lo que costó tanto construir y han disfrutado desde que nacieron, y en algunos casos cada vez más frecuentes se dejen llevar por la demagogia y la furia de los herederos del fascismo. Pero igual que nos toca defender lo ganado tenemos también la responsabilidad de denunciar lo injusto, lo indecente, lo que se está perdiendo, lo que desmiente los propios ideales europeos, que son tan prácticos que es igual de fácil atestiguar su cumplimiento como su abandono. La civilización occidental, sabía Gandhi, había producido espléndidos logros y nobles ideales, y también horrores que los desmentían, el expolio del mundo colonizado, la segregación racial, la reducción a la miseria y al exotismo de las poblaciones dominadas, la clase de guerras y matanzas que solo son posibles con un alto desarrollo industrial. En Europa se inventaron los derechos humanos y también se inventaron los campos de exterminio. Psicópatas genocidas de la liberación como Pol Pot y Abimael Guzmán se doctoraron en Filosofía en las mejores universidades de París.

A diferencias de otras patrias más viscerales, que pueden enardecerse con apelaciones a purezas originarias, a músicas marciales, a tradiciones de victimismo y revancha contra enemigos inventados, Europa no tiene otra legitimidad que su consistencia ética. Trump, Orbán, Netanyahu, Putin pueden envolver la corrupción y el autoritarismo en oleadas de banderas, en el fomento de los peores instintos humanos. Europa, con su bandera azul aséptica, con sus cautelas y sus lentitudes de probidad administrativa, solo se sostiene en sus principios: libertad, igualdad, equidad, imperio de la ley no tienen nada de abstractos, porque si se cumplen de verdad están mejorando la vida de la inmensa mayoría, satisfaciendo las necesidades fundamentales de educación, salud, trabajo y bienestar y alentando además la libre búsqueda de esa plenitud que solo es posible cuando no se vive a merced de la necesidad y del miedo. Me cruzo por la calle con uno de esos emigrantes africanos sin duda capacitados para cualquier trabajo que se ven obligados a pedir limosna y me pregunto cómo me ven, cómo es de extraña y hostil para ellos esta capital ahora europea y próspera a la que se han visto arrojados; y también me pregunto cómo se ve esta Europa indiferente desde un campamento palestino arrasado una y otra vez por las bombas israelíes, o desde el otro lado de las fronteras de alambre espinoso electrificado que impiden el paso a los perseguidos del mundo. No hace tanto éramos nosotros los que miraban desde fuera.

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