El escritor, el mercachifle y el oligarca
La autoridad simbólica de intelectual tradicional se ha trasladado a los profetas del poder tecnológico y a los reyes de algoritmo


El escritor, nos vino a recordar esta semana Álvaro Pombo, trabaja con las palabras, que son frágiles y cambiantes, suceptibles de ser malinterpretadas. Lo hace desde su vulnerabilidad porque escribir es exponerse y quien lo hace no es fuerte por resistir, sino por mostrar su fragilidad. Pombo, de hecho, se atrevió a titular su ponencia Fenomenología de la fragilidad, casi como una declaración de principios contra el reinado de la simplicidad, del titular que “engancha”. Y es que recurrir a un término como “fenomenología” es reivindicar -casi con terquedad- la densidad, la lentitud, la complejidad. Es un acto subversivo porque no se pliega a la lógica del algoritmo ni al ritmo de la viralidad. Nos invita a alejarnos del consumismo rápido para llamar al lector paciente. También porque nombrar la fragilidad ya es negarse a vender certezas. Quizás por eso nos advirtió: “Nos hemos convertido en influencers y mercachifles”, reflejando una autocrítica durísima, pero honesta, a quienes publicamos con un ojo puesto en el algoritmo en un mundo en el que la profundidad se ha vuelto un escaparate.
Con más ironía que nostalgia, su discurso nos habló de cómo ha evolucionado la cultura contemporánea, de la mutación del intelectual público en el mundo digital; de ese contraste entre el escritor reflexivo y callado y su sustitución por alguien que tiene que estar siempre presente y visible, donde no importa lo que diga sino cuántos lo miran. La palabra “mercachifle”, arcaica y precisa, parece querer mostrarnos que aún hay un idioma que puede nombrar con claridad el deterioro cultural y, paradójicamente, lo hace en un discurso que no celebra la fuerza del lenguaje, sino que elige hablar del quiebre, del “Yo no puedo más” de Don Quijote, del Sancho que llora, el exhausto Rocinante y hasta del licenciado Vidriera, ese personaje cervantino literalmente hecho de cristal. El intelectual “mercachifle” es el charlatán que recorre las redes como plazas virtuales, ofreciendo píldoras de sabiduría a cambio de un like.
El intelectual público a lo Habermas ha sido sustituido por los Peter Thiel y Elon Musk de turno, los nuevos profetas del poder tecnológico convertidos en filósofos-reyes de Silicon Valley, quienes controlan y poseen los algoritmos. La advertencia la hacía Evgeny Morozov en este periódico al hablarnos del éxodo de la autoridad simbólica del intelectual tradicional, antes depositada en universidades, tribunas de periódicos y think tanks y ahora refugiada en podcasts y cuentas de X. Sus enormes fortunas les permiten la soberanía sobre la plataforma donde la sociedad discute y se conecta, algo que les otorga un poder sin precedentes sobre la conversación pública. Además, se han arrogado la autoridad del oráculo: se posicionan como visionarios infalibles hablándonos, por ejemplo, de la gestión de un Estado como si fuera una startup. Son los nuevos evangelistas encargados de crear una hegemonía cultural. Si Gramsci levantara la cabeza. Cuando la ideología de la disrupción se ha vuelto tan profundamente banal y conservadora, el alegato de Pombo ofrece un respiro porque nos recuerda que existe otra disrupción, la que resalta la importancia de reconocer la fragilidad como una condición humana compartida y no como una debilidad a eliminar, y eso abre la puerta a un pensamiento más crítico y ético sobre las instituciones y prácticas que gobiernan nuestras vidas. Pombo nos invita a reconocer nuestras limitaciones, pero también a la posibilidad de resistir, de redescubrir la importancia de lo auténtico, lo frágil y lo humano en un espacio donde la sobreabundancia de soluciones disruptivas ha vaciado de sentido los valores fundamentales de la sociedad.
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