Buenos deseos
México necesita identificar los proyectos de infraestructura críticos para aprovechar la oportunidad única que ofrece la relación de largo plazo con el mayor mercado del mundo

Que la inversión esté cayendo no es novedad. De julio de 2024 al último dato disponible de inversión fija bruta que tenemos, el correspondiente a septiembre, la inversión ha caído 10.62%. De esa inversión total, la única que ha mostrado algo de crecimiento -por cierto, nada fuera de lo normal, aunque se clamen a viva voz niveles históricos- es la extranjera directa. La pública ha caído este año cerca de 30%. La caída en la privada ha sido menor, aunque su participación en la inversión total es significativamente mayor.
Algunos aluden la caída en la pública a lo atípico de 2024. Un año en el que se gastó -invirtió podrían decir otros- en terminar los proyectos emblemáticos de la administración pasada que el entonces presidente quería a como diera lugar inaugurar. Si ya se terminaron esos proyectos, pues lo lógico es que baje la inversión pública, ¿verdad? Otro argumento es que el primer año de cualquier administración es lento, los nuevos equipos tienen que aprender a planear y a ejecutar. A mi parecer, ambos argumentos en este caso son erróneos. Si México hubiera alcanzado ya los niveles y los porcentajes deseables de inversión -pública en este caso- podríamos hacer ese argumento. Pero no va por ahí. Más allá de un tren, un aeropuerto y una refinería, México necesita identificar los proyectos de infraestructura críticos para poder aprovechar, en caso de que quiera hacerse, la oportunidad única que ofrece el fortalecer la relación de largo plazo con el mayor mercado del mundo. El segundo argumento tampoco se sostiene. Basta con recordar que el presidente anterior le heredó a la presidenta actual a su primer secretario de Hacienda, justo para eso, para -en teoría- mantener la continuidad en el ejercicio del gasto.
Los privados, por su parte, aluden la contracción en la inversión en dos variables de las que se ha hablado hasta el cansancio: la reforma al Poder Judicial y la incertidumbre derivada de la política arancelaria de Estados Unidos. Ambas, para los inversionistas privados, variables exógenas que han derivado en un incremento en la prima de riesgo. La consecuencia está a la vista de todos. Una inversión en picada y un país estancado.
Tanto la inversión pública como la privada han caído. La primera claramente como resultado de una política de contención del gasto mientras que la segunda reflejando una posición de espera ante un entorno incierto y volátil causado por las ya multicitadas causas externas e internas.
Lo que es un hecho —y no es por tratar de ver el vaso medio lleno— es que ambos efectos se irán diluyendo en el tiempo, como sucede con cualquier choque económico. Eventualmente, los inversionistas aprenderán a lidiar con un poder judicial distinto y harán lo que sea necesario para evitar escalar las disputas. Eventualmente, la dinámica comercial tomará cierto cauce. Probablemente será distinto al que había llevado hasta el momento, las reglas serán más estrictas, los temas estarán mezclados —comercio con seguridad, seguridad con migración— pero se alcanzará un acuerdo en el que ambas economías continuarán su integración como ha sucedido precisamente este año en el que a pesar de todas las amenazas y todos los aranceles, México no solo es el principal socio comercial de Estados Unidos, sino que además es también el primer destino para los bienes y servicios estadounidenses.
Cuando los efectos de ambos choques se diluyan —¿uno, dos, tres años más?— podría esperarse que la inversión empiece a despertar. Quizás sea tarde para una economía que necesita inversión para poder crecer, y la necesita con urgencia, pero lo lamentable del argumento es que sería una situación pasiva. Una en la únicamente cabría esperar a que los efectos nocivos de ambos choques vayan pasando para que la inversión regrese a una senda más robusta de crecimiento.
Pero la pregunta relevante es si eso es lo que queremos. ¿Esos son los buenos deseos para el país? ¿Que el tiempo pase y las cosas se acomoden a una nueva realidad?
¿Qué hacer entonces?
La respuesta no debería ser la resignación ni la espera pasiva a que el entorno externo se vuelva benigno. Mucho menos la idea de que basta con que el tiempo diluya los choques para que la inversión, casi por inercia, retome su curso. Si la inversión privada está cayendo, la inversión pública tendría que estar jugando un papel contracíclico. Hoy no lo está haciendo.
Pero el problema no es exclusivamente federal. Los estados invierten poco. De acuerdo con el sistema de alertas de la Secretaría de Hacienda todos los estados se encuentran en semáforo verde, lo que significa que tienen capacidad de endeudamiento. Quizás la deuda se ha estigmatizado, pero si se usa bien es una poderosa herramienta para impulsar proyectos de infraestructura. La inversión pública sub nacional se ha ido erosionando sin mayor ruido, como si no importara. Y sí importa. Sin infraestructura local —agua, energía, carreteras, logística— no hay proyecto productivo que se instale ni crecimiento que se sostenga.
Si los estados no tienen la capacidad para estructurar y ejecutar proyectos, el gobierno federal tiene instrumentos para resolverlo. Banobras y el Fonadin existen justamente para eso: para acompañar, estructurar y acelerar proyectos de inversión. No para sustituir a los gobiernos locales, sino para hacer viable lo que hoy está detenido por incapacidad administrativa. Ponerles “turbo” no es una concesión política; es una necesidad económica.
Aquí la presidenta tiene una palanca clara y legítima: meter presión para que se ejecute lo que ya existe. No se trata de anunciar nuevos proyectos emblemáticos ni de prometer grandes planes sexenales que quizá algún día se materialicen. Se trata de destrabar, acelerar y ejecutar. Las principales dependencias del Gobierno en materia de infraestructura, SICT, Pemex, CFE, Conagua, entre otras, tienen proyectos listos que no avanzan o arrastran inversiones que se posponen.
La inversión no puede seguir tratándose como el residuo del ajuste fiscal ni quedar a merced de choques sobre los que no tiene control. Menos aún en una economía con potencial, con cercanía al mayor mercado del mundo y con necesidades evidentes de infraestructura. Apostar a que el tiempo lo arregle todo no es una estrategia: es un acto de fe. Y gobernar —sobre todo cuando el crecimiento es urgente— exige algo más que buenos deseos.
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