Buscando en los bolsillos
México vive con un presupuesto que se gasta sin medir resultados y una política fiscal que prefiere el atajo antes que la reforma profunda

El pleno de la Cámara de Diputados aprobó en lo general la Ley de Ingresos de la Federación para el ejercicio fiscal del año que viene. En lo particular, sí se le movieron algunas comas, pero básicamente quedó como había sido propuesta. Ahora toca su discusión y votación en el Senado. La Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria señala que se tiene hasta el 31 de octubre para su aprobación.
Entre lo propuesto por la Secretaría de Hacienda -pasando por las discusiones pertinentes- y lo aprobado por los diputados este viernes parecería que las finanzas públicas del país están pasando por serias restricciones. No veo en el horizonte de corto plazo una crisis, tampoco me escandaliza el porcentaje de deuda con respecto al PIB que tiene México. Sí, me llama la atención la falta de visión de país que se tiene en la planeación hacendaria. Así como cuando uno busca alguna moneda o billete suelto en el bolsillo de una chamarra, se están buscando en este momento miles de millones de pesos por aquí y por allá que le permitan al gobierno financiar el gasto que no hará más que crecer con las obligaciones que se han ido adquiriendo con el paso de los años.
Se prevé que en 2026 se tengan ingresos por 10,2 billones de pesos, de los cuales 57% provendrán de impuestos. De los 5,83 billones que serán recaudados por la vía impositiva, 3 billones corresponderán -en teoría- al Impuesto Sobre la Renta (ISR), 212.170 millones de pesos más que durante 2025. Para recaudar ese monto se estimó un crecimiento de la economía mexicana, como está planteado en los Criterios Generales de Política Económica, de entre 1,8% y 2,8%, por encima de la mayoría de las estimaciones de crecimiento que se ubican hasta el momento alrededor de 1,35%.
Para el año que viene se buscaron ingresos en los bolsillos de los videojuegos, de las bebidas saborizadas -no solo de los refrescos-, del comercio internacional a través de la imposición de aranceles a países con los que no se tiene acuerdo comercial, del tabaco, de los juegos de apuestas, entre otros. En muchos casos, serán los consumidores quienes pagarán esta búsqueda de recursos adicionales.
En algunos, la carga fiscal tiene argumentos que pueden ser adicionales, incluso complementarios, al aspecto recaudatorio. Se ha insistido en que el impuesto a las bebidas saborizadas, azucaradas o con edulcorantes, tiene el propósito de disminuir el consumo de estas y puede ser que exista cierta evidencia sobre el tema, como la citada en un estudio del Banco Mundial en el que hace referencia al mismo impuesto que fue implementado en 2014 durante la administración del presidente Peña Nieto. A pesar de que -según lo referido por el Instituto Nacional de Salud Pública- el consumo de bebidas azucaradas disminuyó en los dos años posteriores a la entrada en vigor de dicho impuesto, México sigue siendo el país en el que más se consumen. Los mexicanos consumen 166 litros de refresco al año. Ojalá que el impuesto saludable en algo ayude a disminuir ese consumo, pero si no viene acompañado de otras medidas, el impuesto será mayoritariamente recaudatorio.
La búsqueda en estos bolsillos dará ingresos adicionales a la Tesorería, y a pesar de que el monto en términos absolutos pueda ser relevante, en términos relativos no le permite operar de forma más holgada para lo cual sería necesario hacer una reforma fiscal más allá de los cambios en la miscelánea que fueron plateados en esta ocasión.
En consecuencia, habrá que seguir recurriendo a la deuda. En 2026 se tiene previsto un monto de endeudamiento adicional de 1,47 billones de pesos y un techo de deuda de hasta 1,8 billones. Es decir, para poder financiar el gasto de 2026 habrá más deuda y más impuestos, a falta de poder lograr un mayor crecimiento económico.
La deuda es una gran herramienta que podría utilizarse para ese gasto que el país tanto necesita: infraestructura. Con la deuda que se planea asumir el 2026 se alcanzaría un cociente de 52,3% del PIB. No es este porcentaje en sí mismo, tampoco la proyección demasiado a futuro de este, lo que debería de preocuparnos. Es, más bien, el uso que le damos a esos recursos.
Pronto se concretará la aprobación del Presupuesto de Egresos 2026 y probablemente no se le moverá ni una coma a la forma en que se ejercerán esos 10,2 billones. Hay poco margen, pero el que existe se destinará a inversión pública de dudosa rentabilidad. Seguirán, en teoría, por último año, las transferencias presupuestales a Pemex y los proyectos de infraestructura estarán concentrados en la construcción de trenes.
La inversión pública -que en lo que va del año se ubica 30% por debajo del año anterior – se ha vuelto la variable de ajuste. No únicamente la que se corta cuando hay que apretarse el cinturón presupuestal, sino también en la que se derrocha de manera caprichosa en función de los gustos y las prisas presidenciales. La falta de visión también está en el destino de los recursos que siempre son escasos.
Habrá que recaudar más, sin duda, pero habría que aprender que la economía mexicana necesita crecer de forma sostenida. La deuda puede ser una herramienta útil si se usa para construir futuro: infraestructura productiva, educación, salud. Pero cuando se destina a tapar huecos o a sostener proyectos sin rentabilidad comprobada, solo agranda el problema que pretende resolver.
El país no está en crisis, pero vive con una peligrosa complacencia. Un presupuesto que se gasta sin medir resultados y una política fiscal que prefiere el atajo antes que la reforma profunda. Y así, cada año, volvemos al mismo punto: buscando monedas en los bolsillos de la chamarra, en lugar de construir una economía que no dependa de la suerte de encontrarlas.
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