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Morena
Columna
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Unidad no es la palabra

Mientras las bases de Morena exhiben músculo y cohesión, en la cúpula la historia se enreda y yace urgida de bautismo

Diputados de la banda de Morena en el Congreso, en Ciudad de México, el 1 de septiembre de 2025.
Vanessa Romero Rocha

Algún despistado podría afirmar que, durante el primer informe de Gobierno, la unidad se tambaleó.

Las fotografías de aquel día —el inaugural de una semana triunfal después de un verano que ha sido tildado de maldito— muestran, en los márgenes del encuadre, a personas otrora centrales. Hablo de figuras como la de Adán Augusto López Hernández, Ricardo Monreal y Andrés Manuel López Beltrán que observaron la cuenta pública desde filas triviales.

Una afrenta contra la unidad.

Unidad. Esa palabra exprimida hasta el hartazgo. Un concepto hueco por exceso de invocación que nos mira con sorna desde la distancia en que fue engendrado: los tiempos de la sucesión.

Fue —ni duda— la más útil arenga de campaña, pero, al fin y al cabo, concepto estacional.

De la cohesión del movimiento —no caeré en la trampa de llamarle unidad— está a cargo Luisa María Alcalde. El partido agrupa ya a siete millones de militantes gracias a la campaña Somos Millones que la presidenta nacional del guinda ha impulsado con rendimientos históricos: una adhesión equivalente a 43.000 personas al día.

La fe en el Movimiento de Regeneración Nacional nunca fue tan vasta ni tan plural.

Además, desde el mes pasado el partido arrancó la callejera tarea de constituir juntas en cada sección electoral del país. Un total de 71.000 comités seccionales. Pequeñas células de debate y movilización que poblarán el país entero y que difieren, en forma y en número, con el andamiaje de cualquier otra organización.

El contraste resalta. Mientras las bases exhiben músculo y cohesión, en la cúpula —en los cuadros de allá arriba—, la historia se enreda y yace urgida de bautismo.

La unidad fue una herramienta de campaña. Fue pegamento tras la partida de Andrés Manuel y mandato a cerrar filas tras la nueva reina del enjambre. Fue perorata de mitin y conjuro para evitar la fractura del movimiento. Fue advertencia a posibles desleales. Una arenga a la mano para recordarle a Marcelo que más le valía no traicionar.

La unidad como concepto se ha agotado. Hoy el sustantivo no alcanza para explicar la dinámica del partido mientras no compite en el terreno electoral.

Además —me disculparán por mencionar lo que parece obvio— en estos días nadie sabe de qué habla cuando invoca la unidad porque tal cosa no existe. Los dispares la han borrado. La unidad —la cualidad de ser uno— exige la imposibilidad de distinguir. Pero la diferencia ha separado de tal modo a los desiguales de los iguales que la unidad ha perecido. La aniquilaron.

¿Cómo construir unidad en torno a principios y símbolos que algunos desprecian? ¿Cómo juntar extremos separados por completo? ¿Qué tienen en común Sergio Gutiérrez Luna y Claudia Sheinbaum Pardo?

Para tranquilidad de todos, A no es igual a B.

Ni la melancolía permitiría afirmar que el fin de la unidad fue solo tristeza y quebranto. Fue contraste y también desenredo. La fisura que reveló la jerarquía orgánica del movimiento. El desajuste que reveló por qué Sheinbaum porta el bastón de mando y el resto danza a su compás.

Desde la base se distingue sin esfuerzo: cómo desentona el ateo y cómo el creyente baila al son.

Es esa heterogeneidad la que alza a la mandataria a niveles históricos de aprobación —79%— en contraste con cuadros de su propio partido que ni la mitad alcanzan.

Por ello, en la distribución de filas del primer informe, donde algunos quieren pronunciar venganza, sería más exacto hablar de natural decantación. Autoexilio, vaya.

No sorprende que la presidenta rehúya ser asociada con figuras que no comparten sus principios ni convicciones, personajes de alto desgaste o incapaces de gobernarse a sí mismos.

Y que, en cambio, se le vea sonriente acompañada por su círculo inmediato que —lejos de ser generadores de discordia— son artífices de solución.

La primera fila del evento —de honor, le llaman— fue ocupada mayormente por esos productores de resultados. Honor con honor se paga.

Es por todos conocido el dicho según el cual —según con quién andes— se determina quién eres.

Unidad ya no es la palabra.

Hoy el juego de Sheinbaum es lo contrario de simplón. Se trata de articular un movimiento vasto, heterogéneo y lleno de tensiones.

Sheinbaum, como administradora, entiende que su tarea no es purgar, sino repartir tensiones y entregar resultados. Cuidar a los operadores porque la intermedia está cerca. A sus veinticuatro gobernadores, para que no desafíen la línea federal. A los legisladores, para dosificar el tiempo que le resta de mayoría calificada.

Gobernabilidad es la nueva palabra.

Con eso en mente, es posible afirmar que las señales del primer informe de Gobierno no fueron gesto de ruptura, sino de geometría y jerarquización.

Un mensaje contundente para ciertos cuadros políticos: si quieren seguir beneficiándose electoralmente de un movimiento cohesionado, profundamente politizado y que marcha detrás de la reina, tendrán que alinearse. En tiempos de elección, la figura redituable, la figura de unidad, será ella.

Claudia será Andrés.

Hasta entonces, dejemos atrás la campaña. Hoy, Sheinbaum fija la mirada en el breve plazo que le resta para hacer todo lo que tiene en mente.

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Sobre la firma

Vanessa Romero Rocha
Es abogada y escritora. Colaboradora en EL PAÍS y otros medios en México y el extranjero. Se especializa en análisis de temas políticos, legales y relacionados con la justicia. Es abogada y máster por la Escuela Libre de Derecho y por la University College London.
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