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Cartas de Cuévano
Tribuna
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“Perdidos somos sin remedio…”

Se ha declarado “traidora a la Patria” a una senadora que ha pedido que intervengan en nuestro territorio tropas, drones y misiles norteamericanos

Jorge F. Hernández
Jorge F. Hernández

En el verano de 2020, durante una de tantas soporíferas mañaneras, el entonces presidente de la República tuvo a bien denostar a uno de sus muchos adversarios evocando el nombre de Lucas Alamán. La baba ideologizada suele simplificar para flujo flamígero de bilis y en su jibarización maniquea o se está del lado de los supuestos inmaculados e impostados intocables (aunque sean una runfla de impresentables) o hemos de arder en el infiernillo del conservadurismo (siendo no más que conversadores), aspiracionismo (cáncer que por lo visto ha hecho metástasis en los transformados continuadores del proyecto de dicho presidente) y otros ismos que le son condenables al dedo autoritario o tropical tartamudeo de cualesquier improvisado vividor instalado en la tarima.

Dos meses después del hecho, el historiador Javier Lara Bayón trazó una breve pero luminosa semblanza de Lucas Alamán para intentar con el uso de la razón contrarrestar la sinrazón viperina (aparentemente transexenal) perfilando la figura de Lucas Alamán de carne y huesos, aclarando que “desde una concepción estatuaria de la historia de nuestro país sin duda es así (Alamán como Judas que llama al desprecio o la vergüenza), pero un retrato realista de don Lucas no puede pintarse de esa manera, en blanco y negro, sino en color y con profundos matices”.

Paisano guanajuatense, Lucas Alamán nació en 1792. A él debemos la mejor detallada descripción del cura Miguel Hidalgo, rostro-color de ojos-nariz-pelo-continencia (sic) del Padre de la Patria glorificado en estatuas de bronce, billetes devaluados y monedas en desuso como inexplicado cura (a un tiempo padre de sotana y de hijos descarriados), con blanca melena sobre un cráneo mitad calvo. Para quienes recuerden la imagen del finado cómico Manuel “Loco” Valdés, agréguenle levita, bandera y gritos para obtener su estandarte, aunque yo insistiré en la hipótesis (pendiente de serendipia verificadora) de que la imagen que veneramos del padre Hidalgo en el altar de Patria se basa más bien en retratos de Samuel Hahnemann, padre pero de la homeopatía cuyos glóbulos y pomadas de árnica siguen siendo recuerrente alivio para no pocos golpes y males (aunque se niegue en público), pero lo que importa aquí es destacar que el joven Lucas Alamán no se intimidó ni amedrentó al verse cara a cara con el sacerdote generlísimo al frente de una horda vandálica y guadalupana que arrasó Guanajuato en “reunión monstruosa de la religión con el asesinato y el saqueo”.

Ese joven crecería entonces en la ciudad de México, estudios en el Colegio de Minería, viajes por Francia, Inglaterra y España. A él se debe la fundación del Archivo General, el Museo de Antigüedades e Historia Natural y fue Ministro de Relaciones Exteriores y voz con voto destacado en el enjambre de la definción del México recién independiente. Es autor de cinco tomos notables de Historia de Méjico, magistral obra, y protagonista participante en el establecimiento de instituciones bancarias y comerciales, opiniones valientes a contracorriente. Es además y para más señas el responsable de poner a salvo la estatua ecuestre de Carlos IV rey de España a quien el populis hasta la fecha celebra como El Caballito en uno más de esos tiernos enredos donde coinciden sin discusión pejes y pajes, nacos y catrines por igual… pero Lucas Alamán fue efectivamente conservador y peor aún para juicios maniqueos: fundador de un Partido Conservador establecido como posible salvación ante la podredumbre, cochambre y cochupos que inundaban el paisaje político de México con un sistema “si sistema puede llamarse a la destrucción de cuanto existe”.

Se decían a sí mismos conservadores aquellos que querían “primeramente conservar la débil vida que le queda a esta pobre sociedad” y así intentar abatir el despojo descarado, la corrupción desatada, el expolio de virtudes y riquezas. Desánimo y desesperanza que lo orilló a clamar “Perdidos somos sin remedio si la Europa no viene en nuetro auxilio” luego de la derrota de México en la Guerra de 1847 contra los siempre expansivos e invasores Estados Unidos de Norteamérica. De allí su leyenda negra y que casi dos siglos después de su existencia ande en boca de la fácil acusación simplificadora.

Traigo a colación todo este rollazo porque en días pasados se ha declarado Traidora a la Patria a una senadora de la República que considera que perdimos somos sin remedio si no intervienen en nuestro territorio tropas, drones y misiles norteamericanos que arrasen subatómicamente la telaraña elástica del crimen organizado y narcotráfico, dejando al Estado de Sinaloa (u otros paisajes y parajes) como una masa humeante donde hervirían en lava candente capos, cómplices y sicarios. A la senadora en cuestión la amenazan con el desafuero; tlatoanis y tlaloques se desgarran sus túnicas para denostar y cancelarla, pero el párrafo merece reflexión y aterrizaje.

Estaría mucho más jodida la propuesta si la senadora clonara completa la frase de Lucas Alamán y suponer que una Borbona reinase desde el cerro del Tepeyac o un barbón austríaco neonazi limpie todas las costras y costas de Tijuana a Tulum. ¿Es acaso descabellado e imperdonable que dicha senadora tiene su derecho en imaginar que el potente placebo poderoso de un Patton pulverice la pirámide podrida del poder de las drogas? ¿De veras no creemos posible que otro senador cualquiera —nuevo riquísimo pero con guayabera de lino— ofrezca asilo en Aztlán a su amigo compañero-presidente Nicolás Maduro, apapachándolo en jet privado desde el soñado escape de Caracas con una tierna mantita felpuda o el mismísimo lábaro patrio para acallar sus temblores?

Perdidos somos sin remedio y ahora ¿quién podrá defendernos? Lo sabemos de memoria —de México para el mundo— no hay de otra: ¡El Chapulín Colorado! y este cuento se acabó.

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Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
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