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Cien años de soledad
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Casa Gabo: El libro perdido en el viaje

Durante el trayecto, nada más comprobar que aquel avión era como quizá fue el barco de los exiliados, estrecho y ajeno, aunque con destino preciso, México, sentí que esa sería la única lectura del viaje

Librería en la Ciudad de México el 3 de junio del 2023.
Juan Cruz

Un miedo letal, como sobrenatural, inesperado me surgió la noche en que llegué a México, el 20 de julio de este año en que escribo, 2025. Había llenado las maletas de libros, de ropa, como si al otro lado me esperara de veras un futuro que duraría más que las noches en que luego se resolvió aquel encuentro con el país que visitaba.

En el viaje de ida, de noche, en medio de gente que estaba incómoda en sus asientos, estuve leyendo un libro difícil por su historia, era una inmensa enciclopedia de lo que había sufrido la España de la diáspora. El libro es La España peregrina, título que reclama la revista del mismo nombre que fundaron, entre otros, José Bergamín y poetas o profesores que hicieron el viaje hacia la nada que, en definitiva, resultó ser la primera remesa triste de los exiliados.

Tenía ese libro en casa como una reliquia, y lo introduje en la maleta con la idea de convertirlo en un talismán para la estancia. Colocarlo encima de la mesa de noche, o en cualquiera de las estancias que me esperaran, ese libro, como una reliquia, le daría sentido a un viaje que iba a durar una eternidad o 45 días. Durante el trayecto, nada más comprobar que aquel avión era como quizá fue el barco de los exiliados, estrecho y ajeno, aunque con destino preciso, México, sentí que esa sería la única lectura del viaje.

Sentí, en el transcurso que duró hasta el final del trayecto, que de algún modo yo estaba rindiendo tributo a aquellas personas, entre las cuales hubo paisanos amigos míos, a los que yo conocí cuando pasó el tiempo, justamente cuando se produjo en Chapultepec, en 1973, el encuentro de algunos de aquellos exiliados de la antigua diáspora con españoles que nacieron, más o menos, en nuestra posguerra. Durante la lectura hice como siempre: tome notas, como el periodista que soy; sentí en muchas ocasiones la vibración de aquel tiempo que se narraba, al principio con ilusión o alegría, y a veces con la desesperanza más dura.

El exilio era un destino fatal, y yo sentí, en todo el trayecto que hacía en julio de 2025, que había algo en mi viaje que de alguna forma se parecía al momento cruel que sufrieron aquellos hombres que, en su mayor promedio, o habían muerto o respondían allí a una leyenda viva que pronto sería la lástima de un recuerdo.

Porque de alguna forma quien viaja, sea de mayor edad o un chiquillo, siempre guarda consigo aquello que le impactó en la primera escala. Y jamás perdí en aquel tiempo, el de la diáspora y el exilio, la sensación de que éstos, la diáspora, el exilio, jamás dejan atrás la huella de la realidad que dejan en el alma las primeras lágrimas.

Yo abrigaba la esperanza de hallarme, en tierra firme, con el bosque de Chapultepec, donde se había celebrado aquel encuentro de exiliados y de compatriotas venidos de España. Pero lo cierto es que, ya en tierra firme, cuando quise encontrarme con la estatua dedicada al poeta León Felipe, el objeto de aquel homenaje de los visitantes y de los devenidos mexicanos, resultó que el ayuntamiento de México había cerrado el centro que fue de aquel homenaje. Por razones económicas de la comunidad.

A los aledaños de aquel sitio que entonces fue una advertencia (el exilio se escribió en esa estatua del poeta) de que también lo más intenso del recuerdo a veces se va como un espejo roto o como un verso de León Felipe que ahora está cerrado por la autoridad del presente.

Me llevó a aquella zona sagrada el profesor David Jorge, español de ahora que enseña en México; sabe más que lo que sabían aquellos que rindieron recuerdo al poeta, y con esa sabiduría de su tiempo me dijo más de aquella estatua que lo que yo mismo hubiera visto cuando allí, en otro tiempo, la glosaba el profesor Juan Marichal. Exiliado él, hermano de exiliado, padre de Carlos Marichal, que desde hace años enseña en México lo que es la vida y lo que fue para México y para España la añoranza de los exiliados.

El viaje en avión, en fin, fue nocturno y apacible hasta que se apagaron las luces y los somnolientos estiraron sus asientos respectivos, hasta hacer imposible la lectura e incluso el sosiego de dormir, casi hasta que México se hizo visible, precisamente cuando en España empezaba a amanecer y la noche caía como la lluvia sobre la nada.

En aquel aterrizaje me esperaba un amigo, Geney Beltrán, escritor, autor de Crónica de la lumbre (Alfaguara), y la vida por delante. Ya me había escapado de la sensación de que quizá era una locura hacer un viaje tan largo para escribir de Gabo, o para saber más de él, pero valía la pena haber hecho el trayecto, también, por leer aquel libro que casi acabé en la noche de insomnio, y también porque delante tenía la certeza de hallarme con una historia hermosa, deseada: saber más de Gabriel García Márquez, que allí había escrito, en situación precaria, con inspiración apasionada, Cien años de soledad.

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