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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La patria de Sergio Ramírez

El mundo está ahora con ganas de expulsar, de cultivar extraterrados, de quedarse solos con sus juguetes de países en los que no caben sino los de su altivez o de su sangre

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Juan Cruz

Este martes 5 de agosto cumple 82 años Sergio Ramírez. Y los cumple en España, su país de ahora. Fue desterrado primero de la dictadura de Somoza y se refugió en Costa Rica, con muchos otros compatriotas. Él y otros ganaron, con la revolución, la patria en la que nacieron. Y hace años fue borrado del país que él, y muchos otros luchadores, quitaron de las manos de aquel sátrapa cuya crueldad ya tiene parangón: la de Daniel Ortega, el actual dictador.

El citado sátrapa contemporáneo, que fue su compañero de revolución, lo ha desposeído a Sergio y a un sinnúmero de ciudadanos de una nacionalidad que ahora está en suspenso. Nicaragua no existe mientras ese gentío de represaliados esté desposeído de su pertenencia más hermosa: su tierra, sus recuerdos, sus derechos.

Con frecuencia veo en Madrid a Sergio Ramírez, con su mujer, Tulita, y veo a sus hijos y a sus nietos, y a su amiga y colega Gioconda Belli. Hablo con ellos, los encuentro en actividades literarias, o en las calles de la vida, y veo a tantos exiliados de Nicaragua y de cualquier parte que viven en España. Y me pregunto cómo se vive sin patria, que les junta ahora con el lado de allá, donde están sus huertas, sus paredes, sus recuerdos, sus antepasados y sus cuadros. El exilio siempre es un país extranjero.

Y, claro, no me doy cuenta de que ellos podrían haber preguntado, o lo habrán hecho sus antepasados, cómo fue posible que nuestro propio país, España, llegara a la peor de sus purgas, la más terrible, aquella a la que un antecedente de Somoza y de Ortega, Francisco Franco, puso en la calle de los barcos y de la diáspora a seres que habían cautivado en su pueblo el amor y la inteligencia y fueron desterrados como si apestaran o fueran, simplemente, de otra forma de ser o ideología.

Está el mundo ahora con ganas de expulsar, de cultivar extraterrados, de quedarse solos con sus juguetes de países en los que no caben sino los de su altivez o de su sangre. ¿Cómo se sentirán estos que son compatriotas míos ante la insistente incitación de odio en el que se vive en un país, el nuestro, que fue una diáspora sin fin y sin retorno?

Mi pueblo en Tenerife está lleno de historias de gente que viajó para subsistir en América o en Europa; gallegos, andaluces, extremeños, son ya nombres de todas las naciones en las que les dieron cobijo o posibles para ayudar a los que se quedaron sin nada en nuestra propia posguerra.

En España, por ejemplo, Vox, que viene directamente del franquismo, quiere expulsar a ocho millones de seres humanos que vinieron en olas distintas a vivir entre nosotros y a ser, con nosotros, parte del país que somos.

Con frecuencia hablo con quienes hallaron aquí patria y sustento, y tienen hijos. Estos han tenido o tienen escuelas y alegría, y los veo sentir lo que debieron vivir, en Nicaragua, en Estados Unidos, en aquella España, los que han sido materia de expulsión de los países que ellos vinieron a mejorar. Ahora pesa sobre esta gente, como un arcabuz burlón, la sentencia que no se ha escrito, pero que está en el aire: aquí ya no son bienvenidos.

Durante años, los años que dura la democracia, parecía inconcebible que este país fuera algún día a contemplar esta arma de expulsión masiva como parte de la celebración de su hipocresía. España fue emigrante, y lo es, y lo seguirá siendo también si un día esa horrible sentencia que ahora piden ejecutar las ultraderechas obedece las sugerencias de Trump o de los líderes falangistas de la época.

Sergio Ramírez, su historia, su manera de ser, su escritura, recibió hace años el Cervantes, por una obra que mezcla a Cervantes con Rubén Darío. Es probable que muchos de sus compatriotas latinoamericanos, los que ya existen o los que aquí vendrían, sean aspirantes a ese galardón o a cualquier otra de las distinciones que se dan en España. No me puedo imaginar que en mi país se implante un día el numerus clausus para el talento del que vino de fuera. Pero todo puede ocurrir, todo puede ser posible en un mundo en el que la mezquindad forma parte de la lógica de los países.

Ojalá eso no pase en la que ahora es la patria de Sergio Ramírez.

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