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tribuna
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Más temprano que tarde caerán las dictaduras

La ventaja de los totalitarismos socialistas del siglo XXI es que la lucha armada no es una opción para las fuerzas democráticas que se les oponen

Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, y Rosario Murillo.
Sergio Ramírez

Las dictaduras del siglo XX en América Latina se consolidaban gracias al respaldo concertado de las oligarquías, las jerárquicas católicas, el ejército de cuyas filas el tirano de turno generalmente provenía, y el gobierno de Estados Unidos, todos temerosos del comunismo soviético según el credo de la Guerra Fría. Una silla de cuatro patas. No eran dictaduras con base popular, ni eran populistas, salvo la de Perón en Argentina, y se asentaban en la represión que creaba miedo y silencio, en los golpes de Estado, cuando no en los fraudes electorales, y en la corrupción rampante.

Bastaba que alguna de esas cuatro patas fallara para provocar la caída del dictador, lo que daba paso a un golpe de Estado que encabeza otro caudillo militar, o se abrían periodos más o menos democráticos, siempre esporádicos; es lo que ocurrió en 1944 en El Salvador, con el general Maximiliano Hernández Martínez, y en Guatemala con el general Jorge Ubico, cuando en plena guerra mundial ambos coqueteaban con el nazismo, y Estados Unidos les zafó el hombro. Cayeron por consecuencia de rebeliones militares antecedidas por las huelgas y protestas callejeras, solo que en El Salvador los militares retrógrados siguieron en el poder con el respaldo de la oligarquía, y en Guatemala se abrió el periodo de la revolución democrática con el doctor Juan José Arévalo en la presidencia, hasta que Estados Unidos, otra vez, derrocó a Jacobo Árbenz en 1954.

En el fin de estas dictaduras influía el hecho de que se trataba de regímenes agotados, como ocurrió con la caída de Pérez Jiménez en Venezuela en 1958, donde el descontento popular fue alimentado por la represión política, la crisis económica y la corrupción descarada. Pero el caudillismo militar estaba agotado, y pudo abrirse un largo periodo de gobiernos democráticos que empezó con la presidencia de Rómulo Betancourt, bajo la alternancia bipartidista basada en el pacto de Punto Fijo suscrito entre socialdemócratas y socialcristianos.

Una dictadura no podía prolongarse indefinidamente sobre la base del latrocinio, el crimen y la corrupción, y los repetidos fraudes electorales, y había un momento en que la magnitud de la represión se volvía un elemento desestabilizador, porque existía además una sanción internacional determinante, capaz de provocar un verdadero aislamiento, como terminó ocurriéndole al generalísimo Leónidas Trujillo antes de que fuera muerto a tiros en Santo Domingo en 1961.

Pero vino a surgir también como alternativa para derrocar a las dictaduras la lucha armada, exitosa por primera vez en Cuba en 1959 cuando Fulgencio Batista fue derrocado por una guerrilla triunfante, y por última vez en Nicaragua en 1979 cuando ocurrió igual con Anastasio Somoza, lo que dio paso en ambos casos a la instauración de regímenes revolucionarios de ideología marxista.

La viabilidad política de las luchas guerrilleras se cerró en América Latina con la firma de los acuerdos de paz en Centroamérica entre 1988 y 1996, al tiempo que terminaba la Guerra Fría. Entonces, los ejércitos regresaron a sus cuarteles y se abrieron procesos electorales que instalaron en los palacios presidenciales a gobernantes civiles. Los regímenes autoritarios parecían quedar en el pasado, hasta que en pleno auge de la renovación democrática apareció en 1992 en Venezuela Hugo Chávez, cabecilla de un golpe de Estado al viejo estilo contra el gobierno constitucional de Carlos Andrés Pérez, que lo impulsó a ganar las elecciones presidenciales de 1998. Y es cuando nace un nuevo fenómeno, el populismo de izquierda.

El triunfo de Chávez permite que sobreviva el régimen de Fidel Castro en Cuba, ya desfasado y agotado, gracias al cuantioso auxilio petrolero, y hace resurgir también en Nicaragua la figura, también desfasada y agotada de Daniel Ortega, quien regresa a la presidencia en 2006; y vuelve entonces el viejo triduo de fraude electoral, corrupción, y represión, solo que bajo una altisonante retorica de izquierda.

Los dictadores del socialismo del siglo XXI cuentan con ventajas que en el siglo pasado no tuvieron los dictadores de derecha: saben que la lucha armada no es una opción para las fuerzas democráticas que se les oponen; saben que pueden llevar al extremo la represión, centenares de jóvenes indefensos asesinados como se vio en Nicaragua en 2018, o llenar las cárceles de prisioneros políticos que toman como rehenes, como en Venezuela; saben que pueden consumar fraudes electorales que pronto serán olvidados, cualquiera que sea su magnitud, como se vio en Venezuela en 2024 para imponer a Nicolás Maduro; saben que, cualquiera que sea el tamaño de las movilizaciones populares en su contra, las reprimirán impunemente a palos o a balazos.

Y todo porque saben que cuentan con un cómodo grado de tolerancia frente a fraudes, represión y corrupción de parte de la olvidadiza comunidad internacional, ocupada en otros asuntos; o porque siendo su ánimo medroso, muchos países prefieren mirar hacia otro lado.

Pero eso no hace eternas a estas dictaduras. Represión, fraudes, corrupción, siguen siendo letales y marcarán su final. Caerán por implosión o por explosión, pero caerán. Más temprano que tarde.

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