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La vida después de Carlos Manzo

El asesinato del popular político michoacano galvaniza el hartazgo contra la violencia en México y obliga al Gobierno de Sheinbaum a recular y guardar el discurso victorioso contra la delincuencia

Carlos Manzo Rodríguez
Pablo Ferri

Un arma de gran calibre, un rifle de francotirador, con su bípode y una mira telescópica, la ristra de proyectiles colgando de ese animal de muerte... Carlos Manzo lo toma como si fuera la pata de un caballo herido, contrariado, las manos en el corvejón y la cuartilla: una imagen extraña. El texto que acompaña aclara que el armatoste es, en realidad, un fusil de juguete. Un niño lo ha entregado a cambio de un carrito. “Todos los días vamos a estar haciendo el canje de estos juguetes por otros, que son más bonitos para convivir en armonía”, sigue el texto. Impresiona la escena, Manzo con su característico sombrero, imagen de su naciente movimiento político, su guayabera blanca y el morral de algodón, el reverso amable de una de sus cruzadas, la lucha contra la delincuencia.

Publicada en su cuenta de Facebook, la foto en cuestión se tomó en Uruapan, en el Estado de Michoacán, en enero de 2023. Manzo era entonces diputado federal, posición que había alcanzado un par de años antes, de la mano de Morena. El político acababa de inaugurar en el municipio la “Guardia Comunitaria del Sombrero”, su casa de enlace con los habitantes del distrito, alrededor de 350.000. Ahí montó consultorios, una farmacia y luego la convirtió en pista de despegue para su campaña a la presidencia municipal, elección que ganaría un año y medio más tarde. Pero en enero de 2023, Manzo posaba allí con varias armas de juguete, algunas parecidas a una pistola nueve milímetros real, el arma que usó su asesino, hace ahora una semana, cuando lo atacó a balazos en el centro del municipio.

Siete proyectiles acabaron con la vida de Manzo, que murió en medio de una verbena por las celebraciones del Día de Muertos en su Uruapan natal, con la plaza del pueblo llena de catrinas y rancheros. El ataque quedó recogido en vídeo porque mucha gente grababa cómo los vecinos encendían velas, debajo de una catrina gigante. Desde el primer momento, sábado por la noche, el enojo escaló y escaló, entre marchas y protestas, en Uruapan y Morelia, la capital estatal, un hartazgo contra la violencia criminal, que prendía como antaño lo hicieron otras masacres y demás eventos violentos, caso de la matanza de integrantes de las familias LeBarón-Langford-Miller, en Sonora, en 2019, o antes, salvando las distancias, la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Guerrero, en 2014.

Tras los titubeos iniciales, el Gobierno federal, que dirige Claudia Sheinbaum, convocó al Gabinete de Seguridad, de manera extraordinaria, el domingo, reunión que sirvió para dar una imagen de urgencia. Michoacán se estaba convirtiendo en un problema. El atentado contra Manzo ocurría apenas una semana después del asesinato de Bernardo Bravo, líder de los productores de limón de la región aledaña a Uruapan. Si en términos políticos, el caso de Bravo suponía un severo toque de atención, el ataque contra Manzo obligaba a cambiar de velocidad. El Ejecutivo llevaba meses presumiendo reducciones en delitos de alto impacto, pero aquello volaba por los aires cualquier tabla estadística.

Durante los primeros meses de mandato de Sheinbaum, criminales habían matado ya a un puñado de alcaldes, pero Manzo era especial. Era un político muy popular, alejado ya de Morena, que había hecho campaña criticando la tibieza de sus antecesores contra el crimen; un hombre que había combatido la corrupción en la policía local y contaba ahora con una corporación presentable; un funcionario que se ponía chaleco antibalas para ir a patrullar y luego presumía las detenciones en sus redes, fuera un ladrón de motos o el líder local del grupo criminal predominante en la zona, el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Si lo de Bravo había torcido los gestos, el ataque contra Manzo prendía las antorchas.

La lógica reactiva del Gobierno no ayudaba. El Gabinete de Seguridad conocía los problemas de Michoacán desde el principio. De hecho, en su estrategia para los primeros 100 días en el poder, figuraba la atención al Estado, en particular a la zona limonera, en que trabajaba Bravo, donde existe un problema muy grave de extorsión. En estos 13 meses de mandato, el Gobierno ha detenido a algún que otro extorsionador, plaga nacional, ha mostrado su preocupación por el uso de drones con explosivos y minas antipersona en los campos de la zona, ha hecho operativos aquí y allá, como uno de la Marina en mayo, que acabó con 12 criminales abatidos, supuestamente en combate. Pero el problema persistía.

No es que fuera fácil contenerlo. Michoacán ha sido un polvorín desde hace más de 20 años, campo de pruebas de los sucesivos Gobiernos en materia de seguridad. La connivencia de políticos y criminales y las detenciones y muertes de viejos capos han desembocado en un presente, en que más de una docena de bandas delictivas, que conviven en alianzas cambiantes, pelean por extorsionar al rico panorama agrícola local. Porque el limón es solo una parcela, luego está el aguacate, cultivo con base en Uruapan y alrededores, que exporta más de 3.000 millones de dólares al año a Estados Unidos. Se añade a la ecuación, además, la producción y el consumo de drogas, especialmente la metanfetamina, hilo conductor delictivo en la región.

Abatido por los escoltas del alcalde segundos después del atentado, el asesino de Carlos Manzo ha resultado ser un muchacho de 17 años, originario de Paracho, algo al norte de Uruapan. Según ha dicho el fiscal del Estado, el joven, Víctor Ubaldo, era adicto a la metanfetamina y se había ido de casa una semana antes del ataque. En imágenes del muchacho que ha repartido la dependencia, se ve un rostro aniñado, los párpados ligeramente bajos, las facciones suaves. No mucho tiempo atrás, Víctor Ubaldo podría haber sido uno de los niños que acudió a la casa de campaña de Manzo, en enero de 2023, a cambiar sus armas de juguete por carros o balones de fútbol. Ahora es un cadáver más, víctima y victimario, pieza menor del engranaje violento que atenaza a México.

En entrevistas que ha dado a finales de esta semana, el fiscal de Michoacán, Carlos Torres, ha aclarado que el sicario era parte de la estructura del CJNG. Es una explicación que no dice demasiado. Por un lado, EL PAÍS y otros medios ya habían informado días atrás de ese asunto. Por otro, ¿de qué sirve hacer una afirmación así, carente de toda profundidad, sin aportar nada más? Porque ahora mismo, nadie en todo el país sabe cómo captó el CJNG a Víctor Ubaldo; nadie sabe cómo se hizo adicto a la metanfetamina; nadie sabe qué peripecias vitales le llevaron a tomar la decisión que tomó. La explicación del fiscal transita el camino de tantas otras en estos años de masacres en el país, los datos como baldosas en el vacío, conceptos como CJNG y adicción a la metanfetamina, como rutas a una pretendida tranquilidad.

Los detalles de la identidad del asesino se han ido conociendo mientras la viuda de Carlos Manzo juraba su cargo como nueva alcaldesa de Uruapan, previa visita a Claudia Sheinbaum, en Palacio Nacional. Grecia Quiroz inauguraba así la vida sin su marido, el padre de sus hijos, el último, un bebé de apenas 14 meses. Su camino parecía marcado desde el domingo, día posterior al atentado, cuando la mujer le puso el micrófono a la herida en la plaza del municipio, en el homenaje al alcalde asesinado. Entre sollozos, gritó: “Fue el único que se atrevió a levantar la voz, a hablar con la verdad, sin temor a nada”. Más que aplausos, la concurrencia construyó un gruñido grave. Si Quiroz hubiera ordenado marchar hasta Ciudad de México, pocos habrían dudado.

En Palacio Nacional, acción y cautela se han alternado estos días con miradas al pasado. Las condolencias del principio dieron paso a las críticas a gobiernos pretéritos, de signo contrario, causantes, a su juicio, de la violencia presente. Luego, el Ejecutivo se ha sacado de la manga un nuevo plan de intervención federal para pacificar Michoacán, idea que, irónicamente, han tenido también los presidentes criticados. Desde luego, Sheinbaum defiende el alma humanista del suyo, diferente a los otros, ha dicho, ninguno tan detestado en el imaginario de Morena como el desembarco castrense de Felipe Calderón (2006-2012), en sus primeros días de mandato, cuando apenas se ajustaba la banda presidencial.

El que peor parado parece ahora mismo es el gobernador del Estado, Alfredo Ramírez Bedolla, también de Morena. El Ejecutivo central lo mira con recelo, inquieto y molesto con su falta de atención al problema de la inseguridad. En estos días, Bedolla, que lleva cuatro años en el cargo, no ha insistido demasiado en defenderse. Parecía afectado, el mandatario, con el asesinato de Manzo. No en vano, uno y otro compartieron campaña, allá por 2021, trabajo que acabó con el primero en el Palacio de Gobierno de Morelia. Terciado ya su mandato, en medio de las protestas de esta semana, manifestantes lograron adueñarse del inmueble. Sus salones se llenaron de gente gritando, lanzando los muebles por la ventana.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).
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