Michoacán desafía la política de seguridad de México
Los asesinatos de las últimas tres semanas, entre ellos el del alcalde de Uruapan, golpean de lleno la narrativa optimista del Ejecutivo contra la delincuencia


El recrudecimiento de la violencia en Michoacán ha abierto una grieta en los esfuerzos del Gobierno de México contra la delincuencia. Los asesinatos registrados en este Estado del centro del país en las últimas semanas desafían la política de seguridad del Ejecutivo, que dirige Claudia Sheinbaum, de Morena, centrada en los últimos meses en Sinaloa, y la guerra entre facciones del Cartel del Pacífico. Los ataques mortales contra el alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, y el líder de productores de limón, Bernardo Bravo, golpean de lleno la narrativa optimista del Gabinete de Seguridad, insistente en destacar reducciones en delitos de alto impacto, principalmente los asesinatos.

Desde octubre del año pasado, cuando Sheinbaum tomó posesión, las cifras muestran una reducción de la violencia homicida, además de delitos especialmente lesivos para la ciudadanía, como los robos con violencia o los secuestros. Los casos de extorsión repuntan, sin embargo, dibujando un panorama engañoso. La extorsión esconde esquemas donde criminales subyugan gremios productivos importantes para sociedades medianas, caso de Uruapan, gremios agrícolas, ganaderos y comerciales. Muchas veces, las víctimas no denuncian, por miedo. Y esa falta de denuncias, esa aparente tranquilidad, redunda en cierta inacción gubernamental, acostumbrados, los gobiernos, a la reacción y no tanto a la planeación.
Consciente quizá de lo anterior, el Gobierno de Sheinbaum ha intentado trasladar una narrativa en que la planeación y la estrategia aparecen como punto de partida de todo movimiento. Y parecía estar funcionando. Cada dos semanas, el secretario de Seguridad federal, Omar García Harfuch, cara omnipresente del Ejecutivo estos meses, aparecía en las ruedas de prensa matutinas de la presidenta, celebrando victorias estadísticas. No había mucha respuesta. Los números marcaban tendencia, pese a discusiones necesarias, principalmente sobre la cantidad de personas desaparecidas en el país, mal que no cesa, y que ha presentado un ligero repunte en los primeros meses de mandato. Pero el caso de Michoacán cambia el tablero de juego. Por mucho que la estadística muestre días soleados, la borrasca amenaza.

Tanto el caso de Bernardo Bravo como el de Carlos Manzo muestran el mal del país. Los modus operandi de los asesinos han sido distintos en cada caso, pero dibujan, entre ambos, la pinza que son capaces de organizar unas mafias fuertemente armadas, convencidas de sus objetivos. En el caso de Bravo, el grupo criminal que supuestamente extorsiona a los productores de limón de la región de Tierra Caliente, conocido como Los Viagra, convocó al líder gremial a una reunión, no muy lejos de su centro logístico, el municipio de Apatzingán. Aunque aún se ignoran los detalles, los criminales aprovecharon la soledad de Bravo, que trataba de contener las extorsiones, para acabar con él.
El ataque contra Manzo resulta quizá más escalofriante, por la audacia de los asesinos, que no tuvieron problema alguno en tirotear al alcalde, que contaba con protección, en plena plaza del municipio, abarrotado como estaba, en medio de las celebraciones del Día de Muertos. Aunque uno y otro caso cuentan estadísticamente lo mismo que el resto, el perfil de ambos aumenta el peso y la gravedad de la situación, y coloca al Gobierno federal en una posición complicada. Este domingo, cientos de personas se han manifestado en Morelia, la capital de Michoacán, en protesta por el caso de Manzo. El enfado acumulado ha reventado en un asalto al Palacio de Gobierno de la ciudad. Manifestantes han terminado lanzando parte del mobiliario por la ventana, símbolo poderoso de un país harto de tanta violencia.
La administración Sheinbaum se enfrenta así a lo desconocido. Este lunes, el Gabinete de Seguridad se reúne de nuevo, para hablar de la situación de un país, donde la muerte de 23 personas en el incendio de una tienda, el sábado, en Sonora, compite en importancia con el ataque a Manzo. Pocas veces en estos 13 meses de Gobierno, la crisis ha sido tan grave como ahora en materia de seguridad, bandera del Ejecutivo en realidad en este tiempo. Hasta hoy, la presidenta ha mostrado mesura frente a ataques de alto impacto, caso, por ejemplo, de los colaboradores de la jefa de Gobierno de la capital, Clara Brugada.

Pero esa calma aparente, esa cadena de declaraciones comedidas, que apuestan el presente al futuro, la credibilidad a la calidad de las investigaciones, se topa con un muro en Michoacán. El asesinato de Manzo sucede un año después del asesinato del alcalde de Chilpancingo, municipio que sufre males parecidos. Extorsión, cooptación por parte del crimen de economías legales –transporte, obra pública, venta en mercados– ocurren en la capital del Estado de Guerrero, como ocurren en Michoacán. La diferencia es el momento y la discordancia entre el discurso oficial y la vida en las calles.
El asesinato de Alejandro Arcos, alcalde de Chilpancingo, agarró a Sheinbaum de refilón, recién llegada a Palacio Nacional. Poco podía reprochársele entonces a la mandataria, que además había colocado a un especialista que generaba consenso, García Harfuch, al frente de la estrategia de seguridad. Un año más tarde, la historia es distinta. Casos como el de Arcos o los colaboradores de Brugada pesan y dejan huella. El Gobierno se ha refugiado en la realidad que dibujan los números, el descenso de asesinatos, los miles de detenidos. Pero más allá de todo eso, quedan las plazas de los municipios, donde las estadísticas dibujan un mundo ajeno, extraño, una realidad de dos dimensiones.
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