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Opinión
Columna
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Mirar es milagro

Veinte días después, frente al pelotón de pantallas de terapia intensiva, la niña de mis ojos abre el párpado izquierdo y vuelve a ser la madre que mira a sus hijos

JORGE F. HERNÁNDEZ
Jorge F. Hernández

Veinte días después, frente al pelotón de pantallas de terapia intensiva, la niña de mis ojos abre el párpado izquierdo y vuelve a ser la madre que mira a sus hijos como quien los abraza. Mira su nombre en el espejo donde parece volver a cargar a su nieta y otra vez mira como amorosa mujer fidelísima y ejemplar, hermana incondicional e infalible… quizá sin saber que mira como hija consentida a la santa madre que ha subido a una nube para ayudarla a despertar lentamente, poquito a poquito.

Siento que nuestro padre también como neblina se acerca a la carita intacta de la hija hecha mujer que amanece su párpado izquierdo como la niña intacta que iluminaba el bosque de nuestra infancia con un perrito invisible que paseaba arrastrando correa, fingiendo fumar colillas malgastadas de cigarros en los senderos o comiendo pastelitos de lodo a riesgo de inflarse la panza, frente al aula donde parecían aplaudirle todas sus muñecas sentaditas en todas las sillitas posibles.

Veinte días después, abre el párpado izquierdo, pero mira y parece hablar con la pupila. Mirar es milagro cuando un solo faro parece asumir el tacto y acaricia a los afectos que se le acercan y mirar es milagro cuando un ojo de vida parece hablar en silencio. Es un milagro de la mirada que sus pestañas parecen oler las medicinas y la asepsia incondicional de las enfermeras y el santo neurólogo que han seguido milimétricamente la palpitación de su cerebro en un cráneo aparentemente inquebrantable a pesar de la media luna que le envuelve la cabeza como cicatriz que deja de ser herida y es milagro mirarla desde el pie de la cama donde paulatinamente parecen desperezarse sus piernas y alinearse una clavícula en realidad irrompible. Para que camine como dice una canción y pa’atrás ni pa’ pensar.

Mujer milagro con asistencia de alas invisibles que vuelve a mirar como hija, hermana, madre y abuela al filo de una levísima sonrisa. De pronto, sus labios se arrugan en botón de rosa blanca y la niña truena un beso. Hay que mirar un milagro para definir la inmensa trascendencia de un guiño como quien mide los siglos por instantes. Hay que mirar un leve guiño para jamás olvidar el milagro de una biografía y la miro con admiración que se vuelve agua salada bajo mis propios párpados y la miro escuchar la música que siempre la alienta y mueve, conmovido sin romper la serenidad que merece Su Majestad.

Tiene siempre la razón un gigante cubano que me enseñó en prosa una verdad enrevesada como mantra: Creer para Ver. A nadie ofende ni estorba invertir el escepticismo del apóstol Tomás y resolverle su duda afincando su fe en voltear la incredulidad de Ver para Creer porque quienes alentados por la medicina maravillosa, las cadenas de oración, las miles de vibras y buenos deseos que le llueven a los enfermos ya de lejos o al oído, abren por hoy un párpado como pincelada. Que no olvidemos ya jamás la mirada de quienes nos han abrazado y alentado en la vida aunque sus ojos se hayan esfumado en el tiempo y que sepamos mirar a quien mira el milagro de volver a estar, volver a ser todas las almas que nos conforman. Todas las vidas que han hecho nuestra vida.

Mirar es milagro cuando de cama en cama de la terapia intensiva se escucha el silencioso murmullo de los que sufren, para quien arquear un pulgar es grito y ese intento por arrugar la nariz que solía anunciar una risa. Mirar es milagro que merece contagiarse a necios obnubilados por el estrabismo del odio, la miopía de la usura o el astigmatismo engreído y autoritario. Mira que milagrosamente podríamos orientar la ceguera de los racismos y el glaucoma nebuloso de tantísimo abuso y mentira.

Alguien dejó el televisor como distracción con volumen sintonizado en un canal de noticias y he visto salir de un coma a la bella durmiente que vuelve a ver una nueva guerra imperdonable, un nuevo caso de corrupción inconcebible: el ojo abierto también escucha perfectamente que ésa, aquélla o alguna se desdice diciendo que nunca dijo lo dicho y que alguno u otro sigue en el invento insustancial del andamiaje supremacista, racista y fascista, pero el milagro de mirarla me ha permitido descubrir la liberación de penitencias sin necesidad de hacerme de la vista gorda.

Mirar el teatro del desastre exterior y los horrores del mundo no debe impedir que la pupila vuelva a su simple etimología: la pupa en latín es un centro del íntimo universo que contiene corazón y cerebro, brazos, piernas, piel y pulmones, el hígado y riñones y todo el cuerpo como facsímil minucioso de todas las caligrafías con las que se escribe la vida y mirarlo como quien murmulla una oración es confirmar lo que tiene de niña la pupila, como muñequita que persiste en el empeño incansable cuando danza de aquí para allá o duerme solidaria en la almohadita blanca para ahuyentar pesadillas.

Mirar es milagro, incluso cuando parece que camina. Un sendero lento y larguísimo se asoma en la epifanía de despertar. Es ejemplo para seguirle los pasos que insinúan las esperanzas más puras para llenarse de inmensa gratitud por esa gracia milagrosa que nos llena de vida. Basta mirarla.

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Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
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