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Un bosque flotante
Columna
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Volver al bosque

Hoy murió mi madre. Si lo escribo aquí es porque algunos lectores la conocen como protagonista de una novela titulada ‘Un bosque flotante’

May-JFH
Jorge F. Hernández

Hoy murió mi madre. De madrugada, con lluvia y mientras dormía. Si lo escribo aquí es porque algunos lectores la conocen como protagonista de una novela titulada Un bosque flotante y si me atrevo a ilustrarme con un dibujo hecho por ella misma es porque aquella novela narra la doble vida de una maravilla de mujer que pintaba acuarelas y al óleo, tocaba Chopin al piano y hablaba cuatro idiomas hasta que de pronto y sin aviso sufrió una trombosis cerebral a los 30 años de edad y perdió la memoria. Tardó casi una década en salir del bosque de su amnesia, al tiempo que vivíamos en un bosque de Virginia cercano a Washington D. C.

Su hermana Lola le ayudó a recordar las vocales y las sílabas, los nombres de las cosas y las personas… y estuvo con ella siempre hasta hace unas horas en que se han despedido por ahora y queda la fortaleza y resiliencia necia con la que mi madre luchó contra el ictus del olvido que no fue total, pues recuperó el idioma español, su pasado mexicano y por ello mi hermana Maylou y yo crecimos con la letra eñe siendo tan gringos en primaria. Mi madre se ha ido de este mundo sin saber que mi hermana está en coma y luchando por su vida tras un absurdo accidente de automóvil el pasado sábado. Maylou es la mujer que voló tres pisos en un centro comercial al amanecer del sábado pasado: solo un vidrio entre el vehículo y el vacío han puesto en vilo la generosa dulzura, la alegría constante y la fortaleza ejemplar de mi hermana y es tiempo de pedir a tantísimas personas que se enteraron de su desgracia por la velocidad inmediata de las redes sociales que la piensen con piedad, porque por supuesto maldigo a tantos otros que han aprovechado una tragedia para malos chistes y peores memes. Ejemplo de serenidad es agradecer que mi madre se ha ido sin saberlo, aunque percibió silencios en sus últimos días de vida; el mismo silencio con el que mi hermana lucha hoy mismo por su vida sin saber que nuestra madre ha vuelto finalmente al bosque de nuestra infancia.

Le decían May para acortarle su María de Lourdes, nombre que heredó de mi abuela y que heredó a mi hermana, a la hija y nieta de mi hermana, como agua bendita que baña el alma y los dolores de miles, como lluvia bendita o lágrimas sinceras sin que haya manera de secarla con toallas. May vuelve al bosque ahora de su memoria infinita para volver con mis abuelos, sus cinco hermanos que desde allá velan ahora por Lola y por supuesto para abrazarse con mi padre: el hombre que vino al mundo para hacerlo reír y se adelantó hace una eternidad que le comenzó un lunes hace años y en mis brazos… con una sonrisa en los labios.

May habita ya un bosque de números y sincronicidades donde vuelve a leer solfeo en partituras inmaculadas e interpreta para sí misma y ya para siempre Nocturnos e Impromptus inaudibles, sonríe como siempre lo hacía y quizá ya no pasará desvelos por mis descalabros ni dolerá por dolencias y deudas que le provoqué. Mi madre ha de estar hablando en párrafos perfectos las novelas que leyó en francés, las frases enrevesadas del alemán que escuchaba en eco durante mis primeros dos años de vida en Koln y quizá comprenda por primera vez por qué sus hijos hablaban en inglés en ese mismo bosque donde ella volvió a caminar descalza en pastos crecidos bajo ese viento arbolado que suena como aplausos.

May deja una estela larguísima de personas que lloran ahora mismo el aroma ya imperceptible de su generosidad, de su interminable afán por ayudar al prójimo aunque no fuese próximo y por lo mismo, agradezco aquí a mi nana Marica, al incondicional Pedrito, a las enfermeras Lilia y Angie… y a Angelita, que lleva el nombre de mi hermana mayor que falleció siendo bebita antes de la trombosis, antes de la amnesia que se le formó a May como bosque de troncos truncos, árboles enormes que poco a poco fueron revelando su pronunciación en las cortezas ocres y rugosas como pieles de lagartos verticales o dragones a vencer y los repetidos otoños donde volaban miles de hojas amarillas, naranjas y rojas en el bosque de Mantua donde he novelado el lento milagro de una infancia que transcurrió de la mano de una madre que era niña, sin dejar de ser mujerón enamorada de mi padre, el Gargantilla que se quedó a su lado a pesar de que ella ya no era la prima que se ligó a carcajadas constantes. Mi madre mucha madre para Maylou y mis diabluras, incluso para Brenda como hermanastra y toda la pandilla inmensa de primos y primas que la lloran hoy conmigo.

Mi madre vuelve ahora al bosque entre abrazos de todos sus afectos que se le adelantaron y tanta música y tanto libro y tanta fe irrestricta en sus vírgenes y santos. May camina descalza hacia el abrazo que le quedaba pendiente, bajo los inmensos árboles de una doble vida que le permitió multiplicar amorosamente su empeño incansable, esa entrañable necedad de seguir respirando incluso cuando parecería que ya no podía respirar y latir trabajosamente un corazón inmenso que terminó por callarse en la madrugada, bajo la lluvia como leve cortina que separa a la oscuridad de la noche de ese clarísimo claro del bosque luminoso, acogedor, inolvidable e intacto: flotante.

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Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
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