Madriles
Ahora es el Madrid de una novela donde le canto a así todos los madriles y que aún no se sabe si se venderá en librerías de este foro polifacético


No sé bien si he vuelto o si vine para ponerme al día con el que fuí que aquí quedó. Soy el cansado que cantó Quevedo, siendo un fui que será y sigue siendo. Quizá uno se multiplica porque Madrid es tantos madriles que se combinan en un embudo infinito: es la villa y corte casi en blanco y negro y muy movida a donde llegué hace casi medio siglo a estudiar un doctorado que quedó enfermería y el Madrid de media vida con otro intento doctoral y la primera novela en la espuerta. Ahora es el Madrid de una novela donde le canto a así todos los madriles y que aún no se sabe si se venderá en librerías de este foro polifacético, la ciudad de los estantes entrañables en farmacias y boticas, papelerías y expendios de lenguas y talentos.
Es Madrid el ecuatoriano que se desvela para currar como un mulo y es madrileña de cepa oscura la morena de guinea que lleva más zarzuelas que la chulapona envejecida que se contonea sin nardos en las caderas. Son los madriles de los señoritos envejecidos y los niñatos de jersey enrollado sobre los hombros, la capa volante de un Pichi canoso y la pañoleta con clavel escondido de una abuela que deambula hacia la pradera de San Isidro. Es Madrid la corrida de toros que dura un mes, el partido de fútbol que se juega en blanco y negro y la partida de ajedrez a la sombra de un árbol centenario en pleno Parque de El Retiro.
Por allá intento seguirle la sombra plural a un par de músicos mexicanos que han conquistado la marea de los pentagramas invisibles y a la vuelta de un estanco levita un gato inmenso que no sea movido de lugar desde que lo vi por primera vez en un silencio de 1987. Sobre las aceras cuadriculadas se dibuja la tipografía ancestral de una plegaria con la imagen en espejo de la Dolorosa y vuelvo entonces a mi vieja Facultad erguida como Caja de Cerillas, que vivió la guerra y las pintadas de grafiti ya invisible porque le han limpiado las caras a la Complutense.
Madriles de autobuses donde siempre aparece un viajero que se ha confundido, que informa en voz alta que en realidad intenta viajar en sentido contrario a la ruta por donde vamos surfeando los climas reunidos de todos los madriles donde llueve para que salga el Sol y se enfría la piel al salir la Luna plena y redonda. Son testigos desde el espacio de todos los madriles que se desparraman sobre los manteles en sobremesas interminables, círculos concéntricos y una sagrada geometría de las palabras donde nunca falta un despiste, una obviedad, una tontería de necedad entrañable. Madrid de sabios y paletos, gilipollas y sabihondos, opinadores y olvidadizos, informados e ignorantes, anti-algo o pro-todo… Madrid, Madrid… Madrid que parece que me fui porque me quedé impreso como sombra en muros encalados y escaleras de madera vieja, para estar a la vuelta de un párrafo en papel amarillento volando entre las yemas de los dedos de una lectura que parecía memorizada aunque se lea por primera vez.
He visto rostros que hoy caminan con bastón y muchas caras que parecen apresurar el paso sin nadie del brazo; he visto parejas que se reconocen en la noche de los vientos leves y caritas de niños con gafas, niñas con listones de colores en las trenzas largas y la nieve dulce de una cabellera canosa que parece ondularse entre las nubes de tantos madriles que se reúnen al óleo en un cuadro de Velázquez que se pinta hoy mismo para asombro y asistencia de todas las miradas aglutinadas ante el lienzo inmaculado de tantas y tantas ciudades que desdoblan todas las vidas posibles en tan sólo seis letras.
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