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Sonya Walger, actriz y escritora: “Nada te enfrenta con tanta rapidez a tus limitaciones y creencias heredadas como tener hijos”

La intérprete, conocida por su papel en la serie ‘Perdidos’, lleva su pasión por la literatura a un nuevo capítulo con la publicación de su primera novela, ‘León’. En ella, convierte la escritura en un acto de amor y memoria para reconstruir, sin juicios, la figura de un padre tan fascinante como ausente

La actriz Sonya Walger, conocida por su papel de Penny Widmore en la serie 'Perdidos', publica ahora su primera novela.
Diana Oliver

A Sonya Walger (Londres, 51 años) la conocimos como Penny Widmore, el personaje de la mítica serie Perdidos. Pero quizás su faceta más desconocida es la literaria. La actriz estudió Literatura Inglesa en el Christ Church College de la Universidad de Oxford y es una apasionada lectora. De 2017 a 2022, volcaba su amor por los libros a través de su podcast literario, Bookish with Sonya Walger, en el que conversaba con autores sobre sus lecturas más influyentes y la huella que dejan algunos libros. “Aunque tenga una carrera, esposo y dos hijos, no tengo bolso en el que no quepa un libro. Siempre busco recomendaciones: clásicos que me perdí o novedades que devorar. Mi lugar feliz es una hora sola en una librería independiente”, dice en la web de este proyecto personal.

También se ha animado a escribir y acaba de publicar su primera novela, León, un memoire sobre su padre publicado en España a principios del pasado mes de junio de la mano de la editorial Muñeca infinita. Se trata de un libro construido a partir de los recuerdos que aún permanecen en su cabeza, pero, sobre todo, de los diarios que escribió a lo largo de 30 años, y que muestran fragmentos de una relación marcada por la admiración, la búsqueda de su cariño y la necesidad de dejar constancia de quién fue su padre. Un hombre complejo, volátil y en gran medida ausente que huyó durante toda su vida de lo cotidiano, buscando incesantemente lo extraordinario.

Fue jugador de polo, piloto de carreras, paracaidista amateur, adicto a la cocaína y aficionado al paracaidismo. Estuvo en una cárcel en España durante casi dos años, vivió en varios países y formó familias en las que no acabó nunca de enraizar. Este documento supone para Walger un registro de sus historias, pero, sobre todo, para sus hijos de 10 y 12 años, Billie y Jake. Desde Los Ángeles, donde vive con su familia, atiende a EL PAÍS.

PREGUNTA. ¿Qué despertó en usted la necesidad de comprender la historia de su padre?

RESPUESTA. Cuando mi padre murió en un accidente hace nueve años sentí conmoción, devastación y, sin embargo, de algún modo, no me sorprendió. Había vivido una vida imposible, suficiente para 10 personas. Era un hombre extraordinario para sentarse junto a él en una cena, para tenerlo, quizá, como padrino, pero terrible como padre. Quería dejar un registro, tanto para mí como para mis hijos pequeños, de sus historias. Tengo mala memoria, toda mi familia se burla de mí por eso, así que volví a los diarios que llevé durante 30 años y comencé a releerlos, tomando notas de recuerdos y anécdotas. Empecé a convertirlos en momentos más grandes, a desarrollarlos, a habitarlos desde distintas perspectivas. Pronto quedó claro que estaba escribiendo algo más que un documento para mis hijos. Estaba, por fin, escribiendo una novela.

P. ¿Había escrito antes?

R. He querido escribir desde hace años. Aunque había escrito guiones y relatos, siempre he anhelado escribir una novela. León es esa novela: una historia en la que todo ocurrió. La presento como ficción porque, para mí, el acto de escribir lo es siempre. La memoria es una forma de creación. El padre que aparece en León es y no es mi padre. Esa experiencia me pertenece por completo, pero confío en haber logrado compartir al menos un destello de ella con el lector.

P. ¿La escritura puede ayudar a entender la vida y la familia?

R. Escribir León fue una experiencia de síntesis. Fue una manera de sostener muchas narrativas, a menudo contradictorias, en un mismo lugar. Escribir sobre mi madre y mi padre, entrelazando las ficciones que me contaban sobre él mientras también sostenía mi propia experiencia vivida de esos años, fue un acto verdaderamente integrador. Creo que escribir puede ser un lugar para reunir fragmentos y crear algo completo, algo nuevo a partir de las partes. Puede ser también, por supuesto, un sitio para diseccionar y examinar.

P. ¿Cree que los libros pueden salvarnos?

R. Rotundamente sí. Creo que la literatura es un salvavidas. Me ha mantenido a flote toda la vida. Es donde encuentro el mundo reflejado, donde me siento menos sola, donde aprendo que todos somos iguales, todos intentando mantenernos a flote, todos moviendo las piernas, agitando los brazos y llamándonos los unos a los otros a lo largo de los siglos.

P. Se siente en las páginas de su libro una necesidad enorme de comprender quién fue su padre, pero no hay reproche en sus palabras...

R. El libro nació como un acto de amor. Es como siempre he vivido. Tengo poco interés en la culpa, ni como forma de vida ni como escritora. La culpa es limitante, ingenua. Es la antítesis de la creatividad. En la culpa no hay sutileza, ni matices, ni ternura hacia el valeroso intento de todos, incluidos mis padres, de vivir la vida lo mejor posible. He sido muy amada en mi vida. Escribo para sostener todas las partes, todas las fragilidades. Comprender es amar, creo. Y escribir es un acto de comprensión radical.

P. ¿Hay cosas que hoy entiende de su padre que antes no podía comprender?

R. Creo que siempre tuve claro quién era mi padre. Escribir no me lo hizo más claro. León es una forma, a través de la ficción, de sostenernos a todos —a mí, a mi padre, a mi madre, a mis hermanos— en un equilibrio delicado, en una configuración que tiene sentido para mí.

P. ¿Cree que la infancia de su padre, con sus ausencias y carencias emocionales, influyó de forma determinante en la persona adulta que llegó a ser?

R. Imagino que las prolongadas ausencias de mis abuelos paternos, y la ficción que las acompañaba sobre su inminente regreso, dejaron en mi padre un modelo sobre la ausencia y cómo afrontarla que luego llevó a su propia paternidad. No hay nada tan aleccionador como convertirse en padre. Nada te enfrenta con tanta rapidez a tus propias limitaciones y creencias heredadas como tener hijos.

P. “Estoy acostumbrada a que no sepa cuántos años tengo, a que no entienda bien mis intereses, mi madurez”, escribe. ¿Se acepta esta ausencia, este vacío de la cotidianidad?

R. Como niño no tienes más opción que aceptar lo que te sucede. Eres el río, tus padres, el cauce. Fluyes adonde ellos te llevan. Solo más tarde miras atrás y te preguntas, te cuestionas, te das cuenta de que no todos tuvieron tu infancia, ni un padre como el tuyo, que hubo giros y curvas que quizá podrían haber sido diferentes. Creo que mis hijos se han recuperado de maravilla tras perder el único hogar que han conocido [en los incendios de Los Ángeles, en enero de 2025], pero también sospecho que aún no comprenden del todo la magnitud de lo que han perdido. Mirarán atrás y verán que no todo el mundo pierde todo lo que posee de la noche a la mañana en una catástrofe. Y quizás, algún día, ¡escriban un libro sobre ello!

P. Su padre pasó 18 meses en una cárcel española, consumió cocaína y la distribuyó, y le pidió todo el dinero que una niña había podido ahorrar en sus cumpleaños y Navidades. Usted luchaba en cierto modo por su amor, por combatir su ausencia, su falta de responsabilidad. ¿Siente que hizo lo que debía hacer?

R. Hice lo que cualquier hijo haría. Todos anhelamos ser amados, y yo lo fui. No perfectamente, pero sí profundamente. Mi padre tenía muchas carencias, muchas debilidades, pero también una enorme valentía y un corazón generoso, aunque impredecible. Me amó a su manera, de forma irregular y compleja. Como escribo en el libro, la vida no es una cosa u otra: es todas a la vez. Contradicciones, luces y sombras conviven todo el tiempo, y yo aprendí a sostenerlas juntas.

P. ¿Qué diría que es lo que más ha marcado la relación con su padre de su forma de enfrentarse a la vida?

R. Creo que la huella más profunda que dejó en mí fue precisamente esa dualidad. De mi padre heredé el impulso de lanzarme al mundo, de asumir riesgos, de mudarme a Los Ángeles y perseguir una carrera incierta. Ese espíritu aventurero es suyo, sin duda. Pero también llevo en mí un deseo intenso de arraigo, de construir para mis hijos un hogar estable, previsible, con raíces firmes. Esa necesidad nace, justamente, de su ausencia, de lo poco que él me ofreció en ese sentido. Vivo entre esas dos fuerzas: la luz de su energía vital y la sombra de lo que nunca estuvo.

P. ¿Teme, como madre, repetir algo de lo que vivió como hija?

R. La crianza es el desafío más revelador de mi vida. Creo que siempre estamos navegando, esquivando los contornos de nuestro pasado. Elegimos qué replicar para nuestros hijos y qué dejar atrás. Espero que mis hijos sean aventureros, amantes de la vida, valientes y que se sientan amados por lo que son exactamente, sin necesidad de ocultar ninguna parte de sí mismos por miedo al rechazo.

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