Cuando el divorcio es una guerra: ¿cómo proteger a los hijos del enfrentamiento entre sus padres?
Algunos padres, absorbidos por el dolor propio, se olvidan de proteger a los menores durante el proceso de separación. Los acuerdos realistas y una comunicación clara son necesarios para que no sufran y entiendan que tienen derecho a querer a ambos progenitores sin sentirse mal por ello


Hay separaciones que se viven como un duelo. Y otras, como una guerra. En estas últimas no hay tregua ni pactos: solo reproches, silencios tensos, cambios de última hora y una sensación permanente de que todo puede estallar. Las mochilas se intercambian en portales. Los mensajes se dan por WhatsApp, cuando se dan. Y los hijos, sin quererlo, quedan en medio: entre versiones contradictorias, normas distintas, discusiones sutiles o extremas que van marcando su día a día. ¿Cómo protegerlos del conflicto cuando el vínculo de pareja ya está roto? ¿Qué pueden hacer los adultos para evitar que el daño colateral lo sufran quienes no tienen culpa de nada?
En los procesos de divorcio, algunos padres, absorbidos por el propio dolor, olvidan algo esencial: proteger a los menores del conflicto, según Inmaculada Díaz, abogada con una dilatada experiencia en el ámbito civil, procesal y, especialmente, en el Derecho de Familia. “A veces hacen partícipes a los menores sin querer: hablan delante de ellos, lanzan comentarios que no comprenden o los convierten en testigos involuntarios de discusiones legales o familiares”, afirma. El error más frecuente, cuenta, es involucrarlos en decisiones que no les corresponden.
La psicóloga Carmen Romero considera fundamental que los progenitores hablen de forma conjunta “con un mensaje claro y sereno”. Deben centrarse en “explicar lo que los niños necesitan saber, no lo que ellos como adultos necesitan decir”, y “evitar a toda costa que los niños se conviertan en mensajeros, en confidentes o en jueces”, señala.
En su experiencia como abogada especializada en familia, Díaz, que también es miembro de la Asociación Española de Abogados de Familia y socia fundadora de la plataforma Familia & Derecho, ha visto de todo. Desde padres que atemorizan a sus hijos con un control constante, hasta madres que impiden cualquier relación con el otro progenitor, convencidas de estar protegiéndolos. En muchos casos, uno de los dos se empeña en desprestigiar al otro: lo ridiculiza, lo desautoriza o lo anula como figura parental con palabras, gestos, decisiones o silencios cargados de intención. “Hay otros que se erigen en salvadores, pero lo que acaban causando es un daño emocional profundo por no saber gestionar la ruptura”, asegura.
También ve con frecuencia cómo algunos los manipulan con regalos, viajes o dinero, o cómo el más permisivo acaba ganando terreno cuando los niños entran en la adolescencia. Pero para ella, lo más preocupante es cuando todo esto se da sin que los juzgados tengan formación específica en familia: “Las decisiones judiciales mal enfocadas, por falta de especialización, pueden tener consecuencias irreversibles para los menores”.

“Crecer entre dos adultos enfrentados deja huella”, confirma Romero, psicóloga y experta en disciplina positiva. “Vivir en un ambiente de conflictos constantes provoca inseguridad, baja autoestima, dificultad para establecer relaciones sanas, niveles altos de ansiedad y, en muchas ocasiones, síntomas de carácter depresivo”, advierte. Pero el daño no viene del divorcio en sí: “Hay separaciones bien gestionadas que no causan ningún sufrimiento; lo que realmente provoca malestar es el conflicto mal gestionado”.
Cuando los padres actúan como si estuvieran en un campo de batalla, añade Romero, los menores sienten que deben tomar partido, que no pueden querer a los dos por igual: “Tienen miedo a traicionar, sienten culpa, se adaptan en exceso para no herir a ninguno y aprenden a silenciar lo que sienten”. Una de las claves, insiste, es que los menores puedan entender que tienen derecho a querer a ambos sin sentirse mal por ello.
Para evitar que los pequeños se conviertan en moneda de cambio, un buen acuerdo de custodia puede marcar la diferencia, señala la abogada Díaz Girón. “Tiene que ser realista, claro y adaptado al día a día de la familia. No se trata solo de decidir con quién viven o qué días están con cada uno, sino de darles estabilidad: en el colegio, en casa, en sus relaciones familiares y sociales”, asegura. “Cuando todo está bien regulado y los niños saben en todo momento cuál es su situación, todo funciona mejor y tanto adultos como hijos pueden organizarse”, afirma.
El conflicto aparece, según Díaz, cuando los adultos anteponen sus intereses personales o económicos a los de los menores, o cuando no se respeta la figura del otro. Por eso insiste en la importancia de que aprendan a respetar por igual a ambos y su autoridad. Ser flexible es necesario, reconoce, “pero si todo está bien escrito, hay menos margen para los malentendidos y más garantías de que se respeten los acuerdos”. Para la abogada, lo fundamental es minimizar el impacto emocional tras la ruptura, y para eso hace falta no solo voluntad, sino también abogados sensatos y especializados.
Escucharlos es importante, pero no significa cargarles con decisiones que no les corresponden. “Hay que tener en cuenta la edad y la madurez del menor”, aconseja Romero. Incluir su voz puede ser positivo, especialmente en la adolescencia, “siempre que el chico o la chica se sienta libre para expresarse, sin presión de ninguno de los dos progenitores”. La clave, insiste la psicóloga, está en no trasladar al menor una responsabilidad que no le toca. “Muchas veces no quieren, no saben o no tienen el criterio suficiente para decidir, y eso hay que respetarlo”, dice. Por eso, recuerda, son los adultos quienes deben tomar decisiones, siempre pensando en lo que es mejor para el menor. “Y eso a veces es lo más difícil”, apunta.
La edad también influye —y mucho— en cómo un menor afronta la separación de sus padres. “Un niño pequeño no entiende el concepto de divorcio, pero percibe perfectamente los cambios y la tensión en el ambiente”, explica Romero. En cambio, un preadolescente o un adolescente sí comprende lo que ocurre, pero puede vivirlo con rabia, enfado o culpa. Por eso es fundamental adaptar el lenguaje y las explicaciones a la etapa vital del menor. “No es lo mismo hablar con un niño de cinco años que con uno de 10 o de 15”, asegura.
“Lo ideal es actuar antes de que el conflicto escale”, incide Díaz. “Antes de iniciar los trámites legales, conviene recibir asesoramiento jurídico, personal e incluso psicológico que favorezca el entendimiento”, señala. El objetivo no es otro que fijar desde el principio lo que de verdad importa: la estabilidad de los infantes. Y para eso, la abogada insiste en que es fundamental firmar un convenio bien redactado, con profesionales especializados en derecho de familia, que prevean los problemas habituales y eviten malentendidos futuros.
Pero si hay algo que no se puede posponer es la conversación con los críos. “No alarguemos en el tiempo el poner en la mesa lo que hay”, recuerda. Lo ideal, dice, es que hablen juntos, al mismo tiempo, con un mensaje claro, honesto y lleno de calma. Porque los niños, concluye, “son grandes observadores, pero malos intérpretes. Y cuando no se les habla, cuando no se les explica, acaban creyendo que la culpa de todo es suya”.
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