Sáhara Occidental: el tiempo, arma letal
Medio siglo después de la Marcha Verde, la comunidad internacional no ha conseguido articular todavía una solución más allá del papel

Al pie de la cordillera violeta del Atlas, desde Marruecos a Túnez, se inicia casi sin transición el desierto. Al principio la mente se siente desconcertada. El viento modifica todo lo que no es él mismo. Algo similar ha sucedido con el destino de sus habitantes.
Todo fluye y cambia de forma, enmascarado en una inmutable monotonía, desde que en 1970 una multitud se concentró en la explanada de Hatarrambla, en El Aaiún, para pedir a la potencia colonial, España, una solución para su porvenir. La respuesta fue el toque seco de un cornetín de órdenes. Abrió fuego una compañía del Tercio. Pero el silencio impuesto no duró demasiado. La presión internacional obligó a España a iniciar el proceso de descolonización.
Poco después, la Policía Territorial incautó unos panfletos redactados en un español vacilante, plagado de galicismos. Su tono recordaba las largas disquisiciones de los grupos de izquierda de las universidades europeas de la época. Había nacido el Frente Polisario con una clara voluntad de autodeterminación.
En aquel territorio de escasa población y abundantes recursos todo parecía posible. Durante siglos, antes de que los mapas impusieran una nueva geometría, uno de sus sabios se refería a aquel pedazo del desierto como “el país que no conoce sultán ni dinero”. Los saharauis se regían por una organización social de carácter tribal, consolidada, desde el siglo XVII, tras la guerra de Char Bubba. Su supervivencia dependía del camello que había permitido colonizar el desierto y proporcionaba alimento, transporte y cobijo. Habían desarrollado una cultura propia que hacía posible la vida en un medio tan hostil. Para quien se preguntaba cómo se puede vivir aquí, era el gran descubrimiento.
El hallazgo de los fosfatos de Bu Craa transformó radicalmente esa realidad. La sedentarización, el abandono del nomadeo y la aculturación fueron el preludio del cambio. Cuando España anunció la convocatoria de un referéndum de autodeterminación, los saharauis —aislados durante siglos— tuvieron que elaborar su mapa mental del mundo. Ponerse al corriente de dónde estaba La Haya, por ejemplo. A instancias de Marruecos, el Tribunal Internacional de Justicia debía pronunciarse sobre los vínculos históricos del Sahara con Marruecos y Mauritania.

Aquel fue un verano crucial. Días antes del veredicto, la Misión de la ONU de 1975 confirmó que una mayoría saharaui apoyaba la independencia. Y también al Polisario. Las autoridades españolas lo constataron, así como la irrelevancia del PUNS, el partido pro español, creado para seguir tutelando el territorio una vez independiente. Algo influiría este hecho en la postura posterior de España.
El dictamen del Tribunal de La Haya negó la soberanía marroquí y mauritana sobre el territorio. Pero el rey Hassan II tergiversó el resultado en un discurso interminable, asegurando que había ocurrido lo contrario. Lo mismo que ha hecho Mohammed VI tras la última resolución de la ONU, atribuyéndose la soberanía del territorio que el texto no le otorga.
Pero la verdadera respuesta fue la convocatoria de la llamada Marcha Verde, 350.000 civiles ajenos al territorio tras los que se ocultaba su ejército. ¿Qué hizo España? Debilitada en las postrimerías del franquismo y presionada por Estados Unidos, en plena Guerra Fría, decidió retirarse. En reuniones secretas, a espaldas de la ONU, entregó el territorio a Marruecos y Mauritania, incumpliendo sus compromisos.
El ejército marroquí entró a sangre y fuego. La población saharaui huyó bajo los bombardeos con napalm y fósforo blanco. En su huida, muchos se enterraban en la arena durante el día, con una caña para respirar y seguir camino por la noche.
Las mujeres organizaron los campamentos de refugiados en la hammada argelina, un desierto extremo, donde el viento, a veces, produce espanto, pero donde, con el tiempo, levantaron su hogar. Los hombres sostuvieron una guerra desigual contra un ejército mucho más numeroso y mejor equipado. No ganaron, pero tampoco fueron vencidos en el campo de batalla.

Durante quince años sorprendió su eficacia militar y Marruecos, exhausto, aceptó el Plan Baker que propugnaba una consulta de autodeterminación. Incluso Estados Unidos no veía otra manera de acabar el conflicto. Hassan II encontró otra: eternizarlo. Las divisiones internas entre los saharauis le permitieron posponer indefinidamente el acuerdo sobre quiénes debían votar. De modo que la autodeterminación se volvió imposible.
Hoy día, su hijo, Mohammed VI, repite la maniobra con la promesa de autonomía. ¿Cómo creer en una autonomía efectiva cuando, dentro del propio Marruecos, la respuesta a las protestas en el Rif es represión y abandono?
Entonces, el tiempo logró lo que no lograron las balas enemigas. Hoy, la contienda se libra en el ámbito simbólico, en las redes, en los medios, en el relato. Mientras el Polisario persiste en la lógica de la Guerra Fría, Marruecos intenta presentase como la única alternativa posible, invirtiendo en infraestructuras y eventos culturales que fagocitan la identidad saharaui y la presentan como una faceta de un Marruecos variopinto. Pretende legitimar de facto la ocupación y atraer la inversión extranjera, a pesar de la dudosa situación jurídica.
La última resolución de la ONU recomienda una autonomía, sin descartar la autodeterminación, pero no reconoce la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental. Sin embargo, ambas opciones —autonomía e independencia— parecen hoy igualmente improbables. La comunidad internacional no ha conseguido articular una solución más allá del papel y, 50 años después de la diáspora, el tiempo es un arma letal y 200.000 saharauis viven su vida despojados de su tierra, que varias generaciones no han llegado a conocer.
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