Donald Trump se apunta la octava victoria en su papel de pacificador global
El presidente de EE UU, que aspira al Nobel de la Paz, se presenta como el único capaz de forjar un acuerdo, tras haber amenazado con comprar Gaza o desatar el infierno sobre Hamás


El anuncio de la firma de la primera fase del plan de paz de EE UU para Gaza, que se sustancia en plenas garantías para Israel y la capitulación de Hamás, puede apuntarse en el haber del presidente Donald Trump como su octava victoria diplomática en pos del ansiado premio Nobel de la Paz. Si recientemente, en su intervención ante la Asamblea General de la ONU, se ufanaba de haber terminado con siete guerras y conflictos armados, aunque en algunos de ellos de manera muy precaria, la guinda a su pretendido historial pacificador es, pese a todas las trampas que encierra el plan —la más clara, el entierro de la solución de dos Estados apoyada por la comunidad internacional, aunque el punto 19 de su plan alude a una posible autodeterminación—, la consecución de un acuerdo que ponga fin, teóricamente, a dos años de masacres.
Nadie habría sospechado este final a juzgar por las contradicciones sobre Gaza en que el republicano ha incurrido desde que tomó posesión, en enero. La primera es su anunciado proyecto para, una vez arrasada la Franja, levantar allí la Riviera de Oriente Próximo, un plan al que no son ajenos los intereses inmobiliarios de su yerno, Jared Kushner, muñidor en la sombra de acuerdos regionales en su primer mandato (Acuerdos de Abraham) y también en este, o los de su enviado especial a la región, el también promotor inmobiliario Steve Witkoff. Trump presentó ese distópico proyecto en febrero como una mera transacción inmobiliaria, e insistió durante semanas en que era la solución.
A partir de la publicación en febrero de un vídeo generado por IA que mostraba un futuro de condominios de lujo en Gaza —una opción que también satisface a los ministros más ultras del Gobierno de Benjamín Netanyahu—, el plan de desalojo del enclave fue modulándose hasta que a finales de agosto se conocieron los primeros detalles del cerrado esta semana, que se basa, además del alto el fuego, la devolución de los rehenes y el desarme de Hamás, en instalar una Administración dependiente de EE UU que se haría cargo de gobernarla temporalmente. El nombre del ex primer ministro británico Tony Blair como virrey de ese protectorado salió a relucir a finales de agosto, cuando fue convocado a una reunión por el mandatario a la que asistió su yerno. Para instalar un gobierno interino, la condición era desalojar a los palestinos, algo a lo que dos países de la región, Egipto y Jordania, rechazaron de plano por temor a verse desbordados por el éxodo, y que la versión definitiva del llamado plan de paz de Trump descarta, en teoría.
El camino de Trump hacia la supuesta paz en Gaza no ha estado libre de escollos. En un giro de guion, ordenó bombardear instalaciones nucleares de Irán a mediados de junio, a renglón seguido de un ataque israelí. A todos les pareció una acción arriesgada, que podía poner en jaque el diálogo que desde hacía meses mantenían Egipto y Qatar, como mediadores, con Israel y Hamás, bajo el paraguas protector de Washington, dado el apoyo a la milicia palestina por parte de Teherán. Fue entonces cuando el propio Trump dejó en compás de espera el conflicto a la espera de conocer si las negociaciones encallaban definitivamente o podían salvarse.
Los intereses económicos han movilizado al mandatario incluso durante, y al margen, de la guerra de Israel en Gaza. En mayo, viajó a las monarquías del Golfo para sellar importantes acuerdos económicos, en una visita oficial que profundizó el acercamiento a Arabia Saudí, a la que la Casa Blanca aspiraba a integrar en los Acuerdos de Abraham mediante lo que constituiría un histórico acuerdo de normalización de relaciones con Israel.
Poco después de asumir la presidencia, a primeros de marzo, Washington confirmó que mantenía conversaciones con Hamás, a quien ha amenazado reiteradamente con borrar de la faz de la tierra —la última, hace solo dos días, al prometerle un “infierno total” si no aceptaba su plan—, para lograr la liberación de los rehenes y el fin de la guerra en Gaza. Por entonces, aún insistía en hacerse con el control del enclave costero, mostrándose dispuesto a “comprarla y poseerla”.
La notoria injerencia de la Administración republicana en los dos años de guerra llegó al extremo de instrumentar con el Ejército israelí la entrega de la escasísima ayuda que los gazatíes han recibido desde junio, suministrada por la oscura Fundación Humanitaria, una entidad privada, mientras los dos aliados hacían imposible la asistencia de las agencias de la ONU y ONG sobre el terreno. En agosto la ONU declaró oficialmente la hambruna en partes de la Franja.
Durante los ocho meses de presidencia, Trump ha tenido en todo momento la mano tendida a Netanyahu y su Gobierno ultraconservador, sin las reticencias y el enfado que en ocasiones mostró hacia el israelí su predecesor, Joe Biden, o las que el propio Trump ha manifestado en ocasiones sobre su homólogo ruso, Vladímir Putin, en la guerra de Ucrania, en la que el republicano ha dado más bandazos que en la de Gaza. No de otro modo que el de la simbiosis de intereses, además de las presiones del poderoso lobby judío estadounidense, se explica la ofensiva de Trump contra las universidades y contra cualquiera, estadounidense o extranjero, que exprese en público simpatías para con los palestinos.
Su férrea alianza con Netanyahu ha implicado también, por ejemplo, el nombramiento de un embajador en Israel, el cristiano evangélico Mike Huckabee, que de entrada niega la existencia de Cisjordania y se alinea con las posturas más extremas de los colonos que han abierto un segundo frente de abusos y violencia en ese territorio ocupado.
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