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De la pandemia al apagón, pasando por la dana: ¿de verdad no paramos de vivir momentos históricos?

No es extraño sentir, en el último lustro, que nuestra sociedad hiperconectada y presentista atraviesa una época extraordinaria. ¿Pero esta sensación está justificada?

Una mujer arrastra el barro hasta la alcantarilla junto a unos coches destrozados en Aldaia (Valencia), en octubre del año pasado, tras la dana.

En un episodio de Bob Esponja, el jefe de Calamardo pone a este personaje como ejemplo de mal empleado en la hamburguesería El Crustáceo Crujiente. ‘Vídeo de formación’, como se llama el capítulo, parodia un spot corporativo en el que Calamardo, pintado como un displicente, aparece con un cartel en el pecho en el que leemos “realmente desearía no estar aquí ahora”. Más allá de la crítica laboral, esa imagen se convirtió en la base de un meme nacido en los primeros días del confinamiento de 2020. En aquella ocasión, el mensaje “ojalá no estuviera viviendo un evento histórico relevante” jugaba con una extendida sensación de incertidumbre.

Desde entonces, en este lustro que nos separa de la pandemia, no es difícil ver reflotar el comentario con variaciones. Ocasiones no faltaron: el asalto al Capitolio, la invasión de Ucrania, la ofensiva contra Palestina, el anuncio de la UE de un kit de emergencias o, en España, temporales como Filomena, la catástrofe de la dana o el más reciente apagón eléctrico han entrado u orbitado en torno a la categoría de momento histórico. Pero ¿nos ha tocado una época tan crucial?

Al historiador Enzo Traverso no se lo parece. No vivimos un giro histórico contundente como después de la Guerra Fría, al final del siglo XX, hacia un 1990 en el que el académico italiano ubica el comienzo de esta era de incertidumbre. El meme, entonces, toma forma de síntoma de inquietud ante un futuro sin dibujar. Y hay que insertarlo en un siglo incapaz de crear un orden internacional en un contexto de caos y fragilidad global. “Creo que sobredimensionamos el presente. Pero recordemos”, apunta, “que el término presentismo, este mundo en el que pasado y futuro se comprimen en el ahora, apareció hace tres décadas”.

En nuestro presente, el volumen y la intensidad de información que recibimos a diario sí puede darnos la idea de estar habitando una era clave. “La historia ya no es algo que se estudia o se recuerda: se notifica a tiempo real”, sostiene Itxaso Domínguez, docente de Relaciones Internacionales, especializada en Oriente Próximo y Magreb, que intenta explicar el mundo con una perspectiva amplia que la urgencia se empeña en estrechar. Una tarea complicada bajo lo que califica como un “régimen de visibilidad” producido por la hiperconectividad y la lógica algorítmica de las plataformas. “No cambia la magnitud de los acontecimientos, sino la forma en que son vividos, narrados y mediados. La conciencia de atravesar momentos ‘decisivos’ se ha vuelto constante, incluso agotadora”, critica. Vivimos la actualidad mediante una experiencia que, para Domínguez, “mezcla lo íntimo con lo geopolítico, el meme con la masacre”.

Ese cóctel exprés de risas y dolor lo detecta Alicia Valdés, autora de Política del malestar (Debate, 2024), como ingrediente del desasosiego colectivo. Nunca antes estuvimos expuestos a herramientas tan rápidas como redes sociales o inteligencia artificial. Estrenamos tecnologías pero no capacidad para metabolizar información. Para la politóloga y doctora en Humanidades, importa cómo percibimos la realidad. “La comunicación a la que estamos expuestas juega mucho con los afectos. El bombardeo informativo, los telediarios y las tertulias tienen un cariz emotivo y espectacularizante. Es normal que vivamos afectadas”. El resultado es una hiperconciencia que no es sinónimo de mayor comprensión de nuestra realidad. “Al contrario”, indica Domínguez, “la exposición constante a catástrofes genera saturación afectiva, cinismo o una falsa impresión de agencia en la que la performance del posicionamiento sustituye a la acción colectiva sostenida”.

La hipernormalización del desastre

Viajemos en el tiempo al 22 de noviembre de 1963. Pongámonos en la piel de un español que ese día no enciende la radio —o un improbable televisor— después de las 19.30. El asesinato de JFK no nos sobresaltaría en la mano al instante, sino en el periódico del día siguiente. Faltaban décadas para disponer de un sistema para participar de la noticia, para sentirnos parte de la experiencia, como la llama Jorge Dioni López, dando nuestra opinión en una competición de ingenio en línea. El escritor explora en su último libro, Pornocracia, cómo nuestro consumo del mundo es similar a un bucle pornográfico en el que la excitación ha de ser rápida y constante. Sin movernos del sitio, pero sometidos a múltiples estímulos que contribuyen a un clima de agotamiento.

El inicio del siglo pasado fue un periodo más trascendental que el actual, mantiene López, y enumera la Primera Guerra Mundial, la desaparición de los imperios, la Revolución Rusa, el nacimiento de la física cuántica, la filosofía de Wittgenstein, el fin de la pintura figurativa o el de la música tonal. Lo que ocurre es que vivimos en un selfi colectivo que grita que nos está pasando algo increíble. “Nos gusta pensar que nos ocurren cosas interesantísimas”, explica. “Como uno de los actuales focos está en vivir muchas experiencias, queremos ser protagonistas de ellas, cuando en realidad que te pasen cosas suele ser una faena. Si leo que algo no ha pasado nunca, pienso que hay alguien mal informado”.

Pero volvamos a hablar del mundo. Pandemias, guerras, desastres naturales o vinculados a la crisis climática: ¿esperamos malas noticias?, ¿hay un sesgo pesimista a la hora de catalogar un evento como histórico? A qué se lo llamamos es política, mantiene Domínguez, que añade que “se privilegia la ruptura y el shock ante el proceso y la construcción. Es algo que sirve a la lógica neoliberal, que necesita crisis para imponer reformas, excepciones para justificar violencias y urgencias para desplazar derechos”. La exposición a la catástrofe se compagina con nuestra rutina funcional. Como señala Valdés, “vivimos en imaginarios distópicos, pensando que llega el fin del mundo pero a la vez yendo a trabajar todos los días”.

Hipernormalización es un concepto acuñado por el antropólogo Alexei Yurchak para describir la inercia cotidiana con la que la sociedad soviética vivió el derrumbe de su Estado. Una suerte de refugio y divorcio del mundo. Hoy, gracias a la tecnología, Occidente es capaz de escrolear matanzas mientras hace la compra. “La normalización de la violencia contra Palestina no es accidental”, afirma Domíguez. “El relato dominante necesita que ciertas muertes no cuenten, que algunos sufrimientos se perciban como inevitables, ajenos, ruido de fondo”. Nostalgia, ansiedad y fatalismo, agrega, son parte de la arquitectura del sistema.

¿Cómo salir de ahí? Hagamos otra visita al pasado. Todavía bajo dominación nazi, la Resistencia francesa publicó un programa titulado Los días felices. Proyectaban la liberación. “La convicción de que sean posibles días felices es un motor fundamental para actuar y cambiar el mundo”, señala Traverso. “A eso se llega a través de una acción colectiva y el capitalismo ha logrado el cambio antropológico de que hoy los días felices sean la consecución de un proyecto individual, como la carrera profesional o los hijos”. Pero nuestro ahora, defiende Domínguez, también va de “disputar el sentido del presente sin negar su gravedad, de leer en los momentos ‘históricos’ no solo el fin de algo, sino la posibilidad de otra cosa. No el colapso, sino la grieta”.

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