¿Son las universidades un nido de profesores izquierdistas?
Las facultades de Ciencias Sociales y Humanidades son espacios en los que predominan las ideas progresistas. La falta de diversidad ideológica no beneficia en nada al propio pensamiento de izquierdas

Hace no mucho, en la pausa de un congreso de filosofía política, un asistente se me acercó entusiasmado: “Está todo muy bien montado, intervenciones de altísimo nivel… ¡y hasta hay ponentes de derechas!”. Lo decía con la emoción de quien se cruza con un lince ibérico. Porque es así: en la Universidad, los conservadores son una rara avis. Las facultades de Ciencias Sociales y Humanidades, especialmente, son espacios (casi) facha free. Y no hace falta ir a Somosaguas para comprobarlo. La homogeneidad ideológica en la Universidad es un fenómeno extendido desde hace décadas, que volvió al centro del debate público en Estados Unidos por la cuestionada respuesta de universidades como Harvard o Penn ante manifestaciones estudiantiles favorables a Hamás tras los ataques del 7 de octubre. En su ya célebre comparecencia ante el Congreso, la entonces rectora de Harvard, Claudine Gay, aseguró que la Universidad no disponía de datos sobre la orientación política de su profesorado. Pero los datos existen: según una encuesta interna de The Harvard Crimson (2023), solo un 2% del profesorado se identifica como conservador; en Yale, apenas un 1,1%. Seguramente haya conservadores en la sombra, pero difícilmente sean tantos como para alterar esta minoría absoluta. Y en cualquier caso: que deban permanecer ocultos ya es revelador. En España apenas hay datos sobre la ideología del profesorado universitario. Pero sí tenemos datos comparados: varias ediciones de la European Social Survey, que incluyen a España, confirman que los académicos tienden a situarse más a la izquierda que otros profesionales con estudios superiores.
En una de sus últimas andanadas, Trump ha exigido auditorías ideológicas en las universidades y la contratación de profesorado conservador bajo amenaza de recortes presupuestarios. Algo parecido a cuotas para conservadores —las mismas que desprecia para mujeres y negros—, que podría llevar al delirio de imponer la presencia de proteccionistas en facultades de Economía o defensores del autoritarismo en estudios constitucionales. Pero desde coordenadas opuestas al trumpismo, crece el número de profesores que expresan su preocupación por la homogeneidad ideológica de la plantilla universitaria. Académicos como Mark Lilla, Steven Pinker o Jonathan Haidt llevan tiempo alertando de los efectos del monocultivo intelectual en los campus. Haidt, de hecho, fundó en 2015 la Heterodox Academy, una red con más de 7.000 miembros en 22 países que promueve la diversidad de puntos de vista en la academia.
Hay quien considera que esta falta de pluralismo ideológico tiene una explicación muy prosaica: ¡son los salarios, estúpido! La carrera académica exige doctorados, años en el extranjero en pisos compartidos y mucha precariedad, para acabar ganando menos que un gerente medio del sector privado. Los conservadores, siempre preocupados por cuadrar las cuentas al alza, prefieren otros caminos. Y no es de extrañar, especialmente en España, donde tras cinco años de trayectoria académica se accede, con suerte, a un contrato temporal como ayudante doctor, con un salario que ronda los 25.000 euros brutos. En ese mismo periodo, un consultor en Deloitte o PwC, o un ingeniero de datos, puede estar ganando 60.000 euros, con contrato indefinido y sin necesidad de doctorado. Un sueldo que, en la Universidad, solo rozan quienes logran ascender a catedráticos después de muchos más años, varias acreditaciones y una buena dosis de apoyos y pasillos.
Sin embargo, la minoría de académicos conservadores sostiene que la autoselección no explica por completo su infrarrepresentación: también son discriminados. La discriminación directa en los procesos de contratación es difícil de probar. Y aunque existen análisis —como los de Rothman y Lichter (2005) o Phillips, Yoo y George (2016)— que indican que los académicos conservadores deben publicar más que sus colegas progresistas para alcanzar puestos similares, faltan más estudios para poder hablar de evidencia concluyente. Lo que sí resulta evidente si uno revisa las principales revistas de humanidades y ciencias sociales es el predominio abrumador de artículos sobre temas alineados con la izquierda: fiscalidad progresiva, fronteras abiertas y democratización de las empresas, por mencionar unos cuantos. Lo mismo ocurre con la financiación de proyectos de investigación. Esto puede explicarse como reflejo estadístico de la orientación ideológica mayoritaria. Pero, si nos vamos a los extremos, vemos que estas revistas dan buena acogida a investigaciones muy escoradas a la izquierda, como Una política ecofeminista de la ovulación de las gallinas: Un modelo sociocapitalista de la capacidad como discapacidad en los animales de granja (Hypathia, 2024), pero tienen reservas a la hora de publicar trabajos como Pedro el Negro, el rey Baltasar y los zulús de Nueva Orleans: ¿Es posible justificar las tradiciones de maquillaje negro?, una justificación del black face que solo encuentra cabida en Journal of Controversial Ideas (2021), cuyo propio nombre sugiere las limitaciones del espacio de debate.
A veces, tan efectiva como la discriminación directa es la indirecta, la que se cuela en el diseño del campo de juego mediante, por ejemplo, la proliferación de estudios de género y anticoloniales en los currículos, que rara vez incluyen teorías críticas sobre estos asuntos. Y luego está la discriminación percibida, que a menudo adopta la forma de presión para no investigar ciertos temas considerados tabú en el entorno universitario, como las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, las explicaciones genéticas de la inteligencia entre grupos humanos o los efectos de la inmigración en la cohesión social. Un estudio titulado Tabúes y autocensura entre el profesorado de psicología en EE UU (Clark et al., 2024) muestra un grado de autocensura preocupante entre docentes de Psicología en Estados Unidos por temor a represalias sociales y profesionales. En Europa no es distinto y las universidades hacen poco al respecto, como también ha documentado un informe reciente del University College London sobre la hostilidad que sufren los académicos críticos con la ortodoxia de género, ante la pasividad de sus centros.
¿Y a quienes no somos de derechas debería preocuparnos todo esto? Hay varias razones por las que sí. La primera la hemos visto en el caso Trump-Harvard: cuanto menor es la diversidad ideológica en las universidades, más fácil es que cale el relato de que estas instituciones son madrasas progres a las que hay que asfixiar económicamente para frenar el adoctrinamiento. Aquí, Ayuso sigue la misma senda clamando que “la izquierda tiene colonizada la Universidad pública de la Comunidad de Madrid” para justificar una sangría financiera. La segunda razón es que, en ausencia de elaboraciones teóricas sólidas sobre conceptos como tradición, familia o nación, el espacio del pensamiento lo ocupan youtubers y tertulianos sin credenciales ni rigor, que convierten intuiciones reaccionarias en doctrina a golpe de clickbait. Y la tercera tiene que ver con el avance del conocimiento: no hay mejor manera de reforzar la defensa de una idea, ya sea el impuesto de sucesiones o la baja por paternidad igualitaria y obligatoria, que discutiendo con quienes la cuestionan desde la raíz. En filosofía, al menos, sabemos por Sócrates, John Stuart Mill y Karl Popper que el disenso no es una amenaza para el pensamiento, sino su condición de posibilidad.
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