17 millones no dan la felicidad: por qué los grandes jefes duran cada vez menos
La figura del llamado “CEO en serie”, directores ejecutivos que reciben sueldos astronómicos, cumplen su cometido y pasan a la siguiente empresa está desapareciendo. Y, obviamente, el motivo no es el dinero


No son homicidas, pero una de las cualidades que se les suele exigir es un cierto instinto asesino. Los serial CEOs (directores ejecutivos en serie, un juego de palabras con, efectivamente, los asesinos) han sido la especie dominante del mundo corporativo en las primeras décadas del siglo XXI, los encargados, en gran medida, de liderar la no siempre plácida Tercera Revolución Industrial.
Velocirraptores de los negocios, saltan de una empresa a otra como quien encadena cumbres en el Himalaya. Por lo general, aterrizan por un corto periodo con un plan de reconversión o ajuste en las cartucheras, un proyecto ejecutivo que exige iniciativa, liderazgo casi mesiánico y frialdad quirúrgica. Una vez realizada la tarea, se van a hacer lo mismo a otro sitio.
Hace unos años, The Wall Street Journal citaba varios ejemplos de esta alcurnia de nómadas de la gestión empresarial al más alto nivel, gente tan curtida y de colmillo tan afilado como el canadiense Richard C. Notebaert, que en apenas seis años había encadenado la dirección de cuatro grandes empresas de telefonía móvil. La novedad últimamente es que, al menos en opinión de diversos medios especializados, el CEO en serie es ahora mismo un espécimen que corre serio riesgo de extinción. Sobre todo, en su escenario natural, Estados Unidos.
Anjili Raval, periodista experta en gestión de grandes compañías, afirma en Financial Times que ha “pasado de moda”. El modelo que predomina ahora mismo, en palabras de Raval, es “one and done” (una vez y basta), porque cada vez resulta más difícil encontrar profesionales dispuestos a someterse una y otra vez a los altos niveles de presión, exigencia y exposición mediática que implica ser CEO de una gran compañía.

Raval identifica supervivientes de la estirpe errante como Luca di Meo, hoy en el grupo francés Kering, la sexta compañía que preside; Brian Niccol, en Starbucks tras pasar por Chipotle o Taco Bell, y Dara Khosrowshahi, en Uber tras pasar por Expedia. Pero empiezan a ser excepciones.
¿El ocaso de la gestión nómada?
Según un informe de Russell Reynolds Associates, en 2024 se produjeron 220 relevos en la dirección ejecutiva de grandes compañías de los 13 principales mercados internacionales. En 187 ocasiones (el 85% del total), el cargo lo obtuvieron profesionales que se convertían en CEOs por primera vez, un porcentaje que no deja de aumentar desde 2018.
Estudios recientes muestran que las principales compañías estadounidenses pagaron a sus CEOs una media de 17,1 millones de dólares anuales en 2024, casi una quinta parte más que en 2023. En contrapartida, han aumentado también las expectativas y el nivel de exigencia.
En 2023, por cierto, se produjo un récord histórico de relevos en la cumbre y el periodo medio de permanencia en el cargo se redujo a poco más de tres años. También resulta significativo que alrededor de una tercera parte de los que dejaron un cargo de director ejecutivo en el último año manifestaron que no se plantean pasar por una experiencia similar nunca más.
En palabras de Laura Sanderson, codirectora regional de Russell Reynolds, “el declive del CEO en serie tiene que ver, muy probablemente, con la actual naturaleza del cargo, que se ha vuelto más exigente y menos satisfactorio que nunca. Las posibilidades de retirarte con la salud y la reputación intactas son cada vez más escasas, y la mayoría de líderes que han pasado por esa experiencia prefieren no repetirla”.

La dirección ejecutiva itinerante, la rutina de recoger los bártulos cada cierto tiempo e irse con la música a otra parte era, al parecer, mucho más llevadera hace diez años. El CEO moderno ya no concibe su carrera profesional como una frenética sucesión de carreras de obstáculos en la que vas a verte obligado a empezar de nuevo, en otra empresa de otro sector, cada tres o cuatro años. Ahora se trata más bien de hacer realidad una aspiración vital, la de ir subiendo peldaños en la escalera corporativa hasta llegar a la cima para, una vez allí, disfrutarla o padecerla mientras dure sabiendo que se tratará de una experiencia única, felizmente irrepetible.
Los ases de la gestión siguen deseando coronar su particular Everest, pero ya no les seduce la perspectiva de seguir jugándose, a continuación, el pellejo en el K2 o en Annapurna. En palabras de un alto ejecutivo británico entrevistado por Financial Times, “puede ser muy gratificante, pero te succiona hasta la última gota de sangre: tengo muy claro que cuando acabe lo que estoy haciendo ahora mismo no volveré a ser CEO nunca más”.
Antes un CEO estrella podía dar el salto de una empresa de automoción a una de diseño de moda o innovación tecnológica, pero el impacto de las profundas transformaciones que están atravesando estos sectores hace que las curvas de aprendizaje sean cada vez más pronunciadas y el conocimiento específico resulte más valioso.
Y eso que se trata de un trabajo mejor remunerado que nunca. Estudios recientes muestran que las principales compañías estadounidenses pagaron a sus CEOs una media de 17,1 millones de dólares anuales en 2024, casi una quinta parte más que en 2023. En contrapartida, han aumentado también las expectativas y la exigencia, que ahora incluye, por ejemplo, un nivel antes inédito de exposición mediática. Ya que los ejecutivos cobran auténticas fortunas, se espera de ellos que ejerzan de mascarones de proa de la actividad empresarial y, si se tercia, de estrellas del rock’n roll, una nueva exigencia que tiende a excluir de la ecuación a los gestores eficaces pero más bien grises. Sanderson considera que este perfil cada vez más mediático de la gestión empresarial contribuye a erosionar la imagen y la calidad de vida de los que la ejercen.
Crónica de una muerte anunciada
Anjili Raval considera que un punto de inflexión decisivo en este sentido fue el asesinato, en diciembre de 2024, de Brian Thompson, CEO de UnitedHealthcare, un crimen perpetrado por un lobo solitario, Luigi Mangione, guiado por el resentimiento anticorporativo, pero que sabía perfectamente a quién estaba disparando. Thompson acababa de cumplir 50 años y llevaba más de 20 en nómina de la compañía que acabó dirigiendo. No era un CEO en serie, sino más bien un insider que se había encaramado a la cúspide gracias a mecanismos de promoción interna, pero se había convertido en el rostro visible de la controvertida política de su empresa, la más rentable en el sector pero también la más señalada por los medios debido a las múltiples demandas por falta de cobertura en las pólizas de seguros que acumulaba en los últimos años. Según su viuda, el alto ejecutivo llevaba meses recibiendo amenazas.

El de Thompson es un caso extremo, pero también un síntoma de los riesgos físicos y reputacionales que implica ejercer el liderazgo empresarial (y dar la cara) en tiempos de transformación e incertidumbre. En opinión de Patricia Lenkov, de la compañía de cazatalentos corporativos Agility Executive Search, cada vez son más los gestores de alto nivel que rechazan la oportunidad de convertirse en CEOs porque no se sienten capaces de tolerar los niveles de estrés, pérdida de privacidad y deterioro de la calidad de vida que este cargo con frecuencia implica.
Dadas las circunstancias, según explica Lenkov, cada vez es más frecuente que las compañías “recurran a la promoción interna”. En principio, parece un negocio óptimo. En lugar de contratar los servicios de un mercenario de lujo, una estrella de la gestión con alma de paracaidista que exigirá un contrato blindado, ¿por qué no apostar por el talento gestor formado en la propia empresa?
Hasta hace unos años, se consideraba que el inconveniente obvio de esta estrategia era la probable implicación emocional de los insider, que llevaban tiempo en la empresa y habían desarrollado sus propias redes de lealtad. Eso les convertiría en menos proclives a realizar acciones quirúrgicas, como despidos masivos. Además, se daba por supuesto que los CEOs en serie aportaban, además de experiencia contrastada y perfil mediático, pensamiento lateral y una mirada fresca, lo que les convertía en revulsivos idóneos, porque no estaban ligados a las inercias de una cultura empresarial anquilosado.
Ahora, ante la creciente escasez de talento errante, muchos head-hunters y departamentos de recursos humanos empiezan a darle la vuelta al razonamiento. La experta en gestión Christine Barton plantea que uno de los inconvenientes del CEO en serie es “la complejidad creciente” de los modernos entornos empresariales. Hasta hace muy pocos años, un CEO estrella podía dar el salto de una empresa de automoción a una de diseño de moda o innovación tecnológica, pero el impacto de las profundas transformaciones que están atravesando ahora mismo estos sectores hace que las curvas de aprendizaje sean cada vez más pronunciadas y el conocimiento específico resulte más valioso.

Ocurre también en el seno de las propias empresas. Si un CEO va a ejercer su cargo durante un periodo de apenas tres años, ¿qué sentido tiene que dedique el primero de ellos a conocer de verdad a sus empleados y tratar de entender con precisión el entorno que pretende transformar o consolidar? Se trata de un dilema moderno que, tal y como concluye Lenkov, cada empresa resuelve en función de sus propios criterios y necesidades específicas.
Yo estuve allí
Pero el canto del cisne del gestor errante hoy en retirada tal vez haya que buscarlo en Serial CEO: Lessons from the Climb, cruce entre manual y ensayo autobiográfico escrito por el antes gestor itinerante y hoy profesor universitario T. Paul Thomas. Thomas fue director ejecutivo de hasta 12 empresas en sus más de 30 años en la cima de la cadena trófica. En su largo periplo, tomó decisiones impopulares, alternó éxitos y fracasos (con predominio de los primero, ya que en caso contrario su carrera hubiese sido muy corta) y en varias ocasiones sintió la tentación de transferir el importe de su última indemnización a un paraíso caribeño y dedicar sus últimas décadas a jugar al golf.
Pero reincidió una y otra vez, toleró niveles de estrés abrumadores, concedió cientos de entrevistas y hoy recomienda a sus alumnos que se pregunten, en primer lugar, “por qué quieren ser gestores”. La respuesta correcta, en su opinión, es que “si no te preocupas por la gente que vas a tener a tu cargo, si no empatizas con ellos, lo vas a pasar muy mal”. Mejor que te dediques a cualquier otra cosa.
Ser un buen CEO, opina Thomas en 2025, cuando ya no le queda munición de grueso calibre en las cartucheras, es mostrarse capaz de “atribuir todo el mérito a tu equipo cuando las cosas van bien y asumir la responsabilidad cuando van mal”. Para eso te pagan. Porque asumen que tienes madera de CEO, lo que equivale a decir que estás hecho de otra pasta.
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