“No es raro encontrarse a un macarra capaz de escribir algo emocionante”: la literatura que surgió del paisaje desolado de Murcia
Una nueva hornada de escritores de la región levantina ambienta en sus carreteras perdidas una versión particular de la novela negra


Son novelas escritas con frases cortas. Están llenas de carreteras polvorientas, cocaína y coches baratos cuya marca y modelo siempre se mencionan. Esa información suele ser relevante para la trama, aporta verosimilitud y forma parte de las descripciones de los personajes, construye su identidad. Toda esa cocaína está en las obras de toda una constelación de autores murcianos entre los treinta y los sesenta años: en los desguaces que recorre el detective de La noche de arena (2024), de Trifón Abad; en las fiestas repetitivas a las que acude el protagonista de Ropasuelta (2024), de Santos Martínez; es la sustancia que anima a los jóvenes delincuentes de Ginés Sánchez a cumplir con los encargos que se imponen o a las que les obligan, y forma una sombra blanca que nubla las suposiciones que hace Miguel Ángel Hernández sobre el crimen real cuya investigación recoge El dolor de los demás (2018).
En varias de estas historias, la cocaína amplifica el calor y los dos factores, combinados, marcan la actitud de los personajes, su exasperación o la manera que tienen de pisar el acelerador de sus destartalados Seat Ibiza o Peugeot 208 hacia la nada o hacia el fondo de un barranco. Si la sustancia aparece tanto es porque en el interior de la Región de Murcia hay mucha cocaína. ¿Más que en otras zonas rurales o que en la costa? Fuera de la ficción, existen indicios de ello: en 2016 un informe europeo indicó que Molina de Segura es una ciudad con un consumo per cápita muy superior al de las grandes capitales y ese dato, aunque no se han realizado nuevas comprobaciones, ha dado lugar a muchas bromas y es muy citado cuando se trata de avalar lo que se intuye a simple vista.


También son novelas llenas de territorios desolados, de eriales alejados de las urbanizaciones donde descansan los turistas británicos o de las bulliciosas plazas de la ciudad. Se desarrollan en desiertos como el de Mahoya, donde las cárcavas forman un paisaje lunar, en cabezos (así se llama a las colinas) que terminan abruptamente, en ramblas secas y torrenteras o, ya en la Huerta (ese anillo de acequias y limoneros que rodea Murcia y que es mucho más grande que la propia ciudad), en bancales y carriles. Son lugares donde se organizan raves y carreras ilegales, donde viven quienes no tienen un sitio mejor adonde ir o donde se esconden quienes no quieren ser vistos.
Aquí aparecen los dos casos: hay personajes que, simplemente, han nacido en un entorno desfavorable, en pedanías que se podrían considerar la periferia de la periferia; y otros que están huyendo. Es fácil que los del primer grupo acaben en el segundo, tras un mal paso. Así que todos estos libros forman parte de algo nuevo, el noir murciano, un género pegado a las vidas de personas impulsivas que toman malas decisiones, que se mueven por ambientes en los que quien no comete delitos se expone a ser víctima de ellos o que sufren arrebatos incomprensibles y definitivos. Son libros que narran, en resumen, las desventuras de un puñado de desgraciados que comparten un territorio inhóspito y que no saben lo que hacen; las andanzas de un montón de tipos a los que se les va la cabeza.


¿Será el calor? Desde luego, el calor es fundamental para esta novela negra murciana, como lo es para el movimiento que más influye en ella: la grit lit o literatura del arroyo estadounidense, a la que algunos autores se refieren como “realismo ultrasucio”. La grit lit (que en España publican sellos como Dirty Works o Sajalín) cuenta historias de pueblos fantasma, vecinos violentos y caravanas que se hunden en el barro. Es la actualización del gótico sureño y describe sociedades y situaciones no tan distintas de las que se pueden encontrar en el interior de Murcia (o en muchas otras geografías tórridas y meridionales).
En cualquier caso, el calor extremo siempre ha sido un un buen detonante para el conflicto. Por ejemplo, en El extranjero, de Camus, la palabra “sol” aparece 43 veces y si Meuersault, el asesino, se convierte en una bestia irreflexiva es, en parte, porque el bochorno le atormenta. Algo parecido sucede en Bodas de sangre: Lorca avisa a los espectadores de que algo terrible está a punto de suceder con frases como “en estas tierras no refresca ni al amanecer”. Es evidente: ni los estudios criminológicos que establecen una correlación entre cada grado extra y un aumento en las tasas de delincuencia, ni tantos escritores para los que el calor significa violencia, se equivocan.


Tanto De tigres y gacelas (2023) como El borde cortante (2025), publicadas por Tusquets y escritas por Ginés Sánchez, hablan de ser joven en sitios donde nunca pasa nada. De adolescencias llenas de tiempo, de tierra, de motos ruidosas y de casas de apuestas. “Escribo sobre chavales que viven al borde de un precipicio y juegan a caerse o no”, explica el propio Sánchez. “Hay personajes con problemas de salud mental, sí. Pero también los hay que parecen débiles y que se ven sometidos a grandes presiones. Y luego pasa lo que pasa con ellos: la presión los lleva al límite y entonces descubren (descubrimos) cuál es su verdadero poder. Al final los personajes están ahí para transformarse. Y la noción de la realidad está para perderla a veces, si no la vida es demasiado insoportable”, continúa.
Las protagonistas de El borde cortante se escapan para pasar unos días en una casa junto a la playa “donde todo es como de saldo o de un Ikea antiguo” e intentan vivir allí algo parecido a lo que, para otras chicas de su edad más afortunadas, serían unas vacaciones rutinarias. Berta, que desaparece en La noche de arena, duda entre abandonar los estudios, como ya está haciendo su pandilla, o seguir su intuición. El Santini de Ropasuelta se decide y hace lo necesario para estudiar Periodismo con tal de salir de Fuente Librilla, su pueblo, aunque siempre acaba regresando...


Con matices, todas estas situaciones de ficción están muy cerca de las que viven miles de jóvenes tan reales como poco representados en la literatura contemporánea. “Existen gasolineras en medio de ninguna parte por las que no pasa nadie durante una mañana entera y ahí están esa chica o ese chico guapísimos y con una actitud muy positiva, trabajando 12 horas diarias. A mí eso es lo que me interesa”, indica Trifón Abad, que conoce bien las inquietudes de los adolescentes gracias a su trabajo como docente. “En el instituto, si les pides que escriban un poema, no es raro encontrarse con el típico macarra que después es capaz de escribir algo emocionante y con buenas figuras retóricas. Pero claro, tampoco quiere que eso se sepa demasiado porque ese no es su rol. Son edades a las que es fácil sentir que estás atrapado en un sitio que no es el tuyo”, cuenta el autor y profesor.
Sánchez encuentra algo pasoliniano en estos “chavales del arroyo” murcianos que pueblan sus libros, aunque, para ser del todo preciso, confiesa que todas sus novelas “no son más que un intento (fracasado) de hacer Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica”. El escritor tiene claro que “Murcia es una tierra que se presta mucho a los contrastes y a la flor escondida que crece en mitad del páramo”, así que, con solo asomarse a la ventana o “poner la oreja” va aprendiendo “formas de enfrentarse a los temas y a los problemas, poses o planteamientos de vida” que luego aprovecha en sus textos. Lo que quiere transmitir es, según sus palabras “esa sensación del blanco hiriente del sol a las tres de la tarde y la línea precisa, trazada con rotulador 0.2 que la separa del color negro. Esa rotundidad de los colores tan quemados. Y la impresión que queda siempre de tristeza y falta de expectativas (o de oportunidades desaprovechadas tal vez). Pienso en los camareros y las camareras de las ventas perdidas y en la canción Thunder Road, de Bruce Springsteen. Igual creen que todo no es más que un esperar hasta que llegue la oportunidad de montarse en el coche adecuado y huir”.


El caso de Miguel Ángel Hernández es singular, porque el propio escritor, hoy también catedrático en la Facultad de Bellas Artes, fue uno de esos jóvenes marcados por la estrechez de su entorno. Así que él puede responder mejor que nadie. ¿Qué se puede hacer si tienes 15 o 20 años y estás perdido en la Huerta de Murcia? “Internet lo ha cambiado todo ya que antes, cuando estabas solo y no tenías la posibilidad de conexión con gente como tú mismo, sentías más la soledad. Había dos opciones”, recuerda, “integrarse o no, es decir, vivir con lo que esa Murcia profunda te da, que es tradición, pasado y una especie de saberes primigenios, o encerrarse, que es lo que hice yo. Aunque tenía contacto con el mundo, mi Internet fueron los libros. Creo que esa manera de vivir encerrado sobre uno mismo te hace estar desincronizado y deslocalizado”.
El dolor de los demás, la obra de Hernández Navarro publicada en 2018 por Anagrama, sí que está basada en hechos reales. Cuando el autor acababa de cumplir 18 años, en la casa de al lado, su mejor amigo y vecino asesinó a su hermana y se suicidó lanzándose en el SEAT 127 de su padre por el Barranco de la Plata. El libro es la crónica de las indagaciones que, 20 años después, el autor hace sobre aquel crimen y sus escenarios: la Ermita de Nuestra Señora de la Huerta, los carrilesentre Llano de Brujas, Los Ramos y Alquerías o el Mesón El Yeguas, donde sirven carne a la brasa y, a día de hoy, están orgullosos de aparecer en un éxito editorial.


Del Yeguas al centro de Murcia hay poco más de 20 minutos en coche, pero el viaje parece mucho más largo porque, en tan poco tiempo y espacio, se superponen algunos pasados (como los sistemas de riego tradicionales o los rastros de la Ruta del Bakalao) y algunos futuros inquietantes (como las familias que viven en autocaravanas). “Las cosas llegan a la periferia con cierto desfase y lo interesante es que eso se articula y se asimila de manera diferente, y es posible que en un mismo lugar convivan muchas capas de significado”, aclara Hernández. “Uno va al Yeguas y se encuentra el pasado, la Huerta profunda, y también a los jóvenes que almuerzan con los viejos y dicen bro, loco y man. Hay un solapamiento de temporalidades: algunas cosas no se han ido del todo y otras ya han entrado, pero todavía no son hegemónicas. Se dan situaciones y personajes que son suma de tiempos. Eso es más visible en los lugares pequeños que en la ciudad”, señala el escritor.
No obstante, Hernández piensa que no hay nada del todo peculiar en el campo murciano. Lo que refleja toda esta literatura es, según cree, “algo que tiene que ver con el lugar que ocupa cada territorio: periferia o centro, rural o urbano... Me parece que una persona de un pueblo de Galicia y alguien de la Huerta tienen más que ver entre sí que con los habitantes de las grandes ciudades de sus respectivas regiones”.

Entonces, ¿por qué tanta violencia proyectada sobre unas coordenadas tan específicas? Responde Ginés Sánchez: “Uno no puede sentarse ante determinados parajes y no empezar a pensar en catástrofes. Si estás en Escocia evocarás criaturas que brotan de la niebla y del mar. Y si vives en Murcia, entre la desolación de determinadas zonas y el calor, evocarás barrancos, escorpiones y esqueletos saliendo de las piedras. Pensarás en gente con esa subida de calor en la cabeza. Pero tampoco quiero dar la impresión de que aquí estamos nada más que abanicándonos mientras destilamos whiskey de zarangollo en el alambique del patio y desollamos zarigüeyas para cenar”, concluye el escritor.
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